Disiento
Por: Pedro Gutiérrez
La laicidad no es un tema nuevo ni peregrino en el marco del Estado mexicano. Se trata en realidad de un tópico añejo, de más de un siglo de historia, de perennes encuentros y desencuentros. El debate respecto a la laicidad encontró su punto más álgido en la mitad del siglo XIX y derivó en una sanguinaria lucha fratricida entre liberales y conservadores, republicanos y monárquicos.
Recientemente ha resurgido un debate interesante respecto a la laicidad en nuestro país, a partir de las reformas a los artículos 40 y 24 constitucionales. Cada una de las enmiendas a la Ley Fundamental respondieron a las exigencias de los bandos en disputa: la primera reforma (artículo 40), desde el bando laico; la segunda (artículo 24), desde la trinchera de las iglesias. A estas reformas constitucionales hay que agregar el cambio discursivo del gobierno federal actual, en el marco de la denominada Cuarta Transformación (4T).
En la Constitución de 1857 se consolidó la separación de las iglesias y el Estado no sin antes presenciar sendas y sangrientas batallas de los bandos en confrontación: por un lado los liberales, impulsores de una ética laica desde el Estado y por otro los conservadores, quienes pretendían mantener los privilegios del clero (fundamentalmente el católico) en nuestro país. La libertad de cultos se consagró en la Carta Magna desde entonces y la Constitución de 1917 no la soslayó; sin embargo, el reconocimiento de la personalidad jurídica de las iglesias tuvo que esperar muchos años más. Entre tanto, otros capítulos de la historia nacional también cimbraron las relaciones iglesias-Estado: por ejemplo, la guerra cristera entre 1926 y 1929 lastimó severamente los avances de un México libre y laico. Cosa curiosa: los lastimados fueron los creyentes católicos y el agresor, el gobierno constitucional.
Transcurrieron 75 años, desde 1917 hasta 1992, para que el Estado mexicano reconociera la existencia y personalidad jurídica de las iglesias en México. Un auténtico impasse jurídico fue el que se vivió en México por tres cuartos de siglo y, desde entonces, la libertad de creencias y el reconocimiento de las órdenes eclesiásticas se convirtieron en una realidad jurídica protegida por la propia Constitución. La reacción a dicho paradigma no se ha hecho esperar, pues las corrientes laicas se dijeron agraviadas con la decisión del Estado mexicano y desde entonces han promovido una especie de contrarreforma secular, representada muy recientemente con la modificación al artículo 40 constitucional, que consagra una forma de gobierno en México basada en la república representativa, democrática, laica y federal. Reforma inocua e inicua: inocua por inútil e inicua porque se emprendió gracias a las voces más radicales del secularismo en México. Vaya desvarío de la teoría y dogmática constitucional, señalar que nuestra forma de gobierno es laica. Un verdadero despropósito.
A la contrarreforma secular —como ya dijimos, precedida por la reforma de 1992— sobrevino más recientemente la reforma de la contrarreforma, es decir, la voz de las iglesias para insertar una nueva modalidad de libertad de cultos a partir de la modificación del artículo 24 constitucional. Al amparo de esta reforma, impulsada fundamentalmente por la grey católica, las iglesias han aprovechado la apertura legal al grado de intervenir no sólo en medios de comunicación masivos, sino también en el propio espacio gubernamental. Ironías de la vida: un gobierno de izquierda como el de López Obrador, que además se dice juarista hasta la médula, ha permitido que las iglesias avancen y ganen espacios públicos incluso oficiales. Basta con ver la injerencia discursiva de personajes como el padre Solalinde (católico, de la teología de la liberación, por cierto) o la iglesia de la Luz del Mundo, a la que el gobierno federal mexicano facilita instalaciones públicas para eventos religiosos, más allá del lamentable escándalo judicial en el que días después cayó su máximo líder. Se involucran no sólo en la temática moral, sino en asuntos de políticas públicas coyunturales, como el migratorio o arancelario (conflicto AMLO-Trump).
Uno y otro bando —parafraseando a Gabriel Zagrebelsky (jurista y filósofo del derecho)—, parece que han depuesto el armisticio en el que se encontraban y luchan por los espacios institucionales cuerpo a cuerpo en todo el mundo. En este contexto, las reformas no sólo no han abonado al perfeccionamiento del Estado mexicano laico, sino que han ahondado las divergencias y profundizado los radicalismos. Y es el cuento de nunca acabar, pues mientras estas discusiones estériles se siguen prohijando entre la clase política, muchos temas pendientes de la agenda nacional siguen esperando su turno: el combate a la pobreza, el desarrollo económico y el mejoramiento del poder adquisitivo de los mexicanos, el abatimiento de la corrupción y detener el clima de violencia, por poner unos ejemplos.