Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria
Michel había nacido en París. Era un músico a quien la música lo dejó solo. Según sus categóricas afirmaciones, otros músicos lo aplastaron, lo desaparecieron y obraron para que su carrera se fuera a pique. Michel culpaba a otros de su fracaso y él se erigía en la inocente víctima apaleada por los demonios. Y estaba tan convencido, que no dejaba hendidura por la que pudiera verse la culpa suya.
–Mis enemigos echaron a andar la máquina del odio contra mí –me dijo.
Me miró y vi en sus ojos el verdadero lamento. Para él esa era la verdadera causa de su desgracia y Virginia atizaba aquel razonamiento.
–No estaba lejos del éxito– me dijo Michel con la cabeza agachada–, estaba cerca, muy cerca.
Dejó ir las mejores oportunidades y estaba convencido que le habían cerrado las puertas, hasta acabar tocando en un pequeño sitio de Pigalle.
Recordaba esos momentos y se entristecía.
–Las mujeres de Montmartre son escurridizas –dijo Virginia.
–Aunque no creo que Andrea sea así– remató Michel.
Y lo dijo para reparar la afirmación de la primera frase de Virginia, con la que creyó, me había ofendido. Ella se reía y siempre lo miraba como cuando se admira profundamente al que se ama. Y aprobó lo que Michel dijo de Andrea:
–No, ella no, ella no debe ser así.
Había en Virginia una admiración crónica y de costumbre, como si admirarlo fuera la única manera de darle sentido a la vida. Algo me decía que eran felices mirándose como se miraban, hablándose como se hablaban, viviendo como vivían.
Había noches que dormían en la bodega donde Paul el velador les permitía. Yo me preguntaba ¿Cómo era su amor? ¿De qué manera la ternura que era evidente entre ellos tenía tanta fuerza para mantenerlos juntos? Porque pocas veces vi seres tan felices en nombre del amor. Una noche Michel le recitó un poema de Jacques Prévert de memoria. Se acercó a ella y se lo dijo suavemente: Este amor íntegroTan vivo aún/Y soleado/Es el tuyo/Es el mío/Ese que ha sido/Ese algo siempre nuevo/Y que no ha cambiado/Tan verdadero como una planta/Tan tembloroso como un pájaro/Tan cálido tan vivo como el verano/Juntos podemos los dos/Ir y venir/Podemos olvidar/Y después volvernos a dormir/Despertarnos, envejecer, sufrir/Volvernos a dormir/Soñar con la muerte/Despertarnos sonreír y reír/Y rejuvenecer…
Le dijo este fragmento del poema de memoria moviendo sus manos largas y sin perderla de vista. La miraba a los ojos y ella sonreía con un placer iluminado. Michel la miraba y la rodeaba como el gallo arrastra el ala derecha, en torno de la gallina durante el cortejo. Le recitó esa parte del poema, porque no pudo decir más, después de las lágrimas. Ella lo abrazó. El poema de Prévert daba la medida para ellos y para su amor viejo, su relación profunda en la que no importaba nada más que su soledad compartida bajo el puente del Sena y la certeza de no poseer nada. Un amor sin futuro, un amor sin más que el instante inmediato donde los dos habitaban su alcoholismo irresistible, su abandono y su apartamiento del mundo al que ya no pertenecían, aunque muchas veces en sus remembranzas, lo habitaran de nuevo.
Nunca voy a olvidar el momento más oscuro de aquellos días en París mientras perdía las esperanzas de encontrar a Andrea Malraux, en esa maldita ciudad que me había convertido en un hombre al que detesté ese día allá en un jardín, mirando a unos jóvenes perdidos en su mundo de drogas, un mundo que nunca pude comprender. Yacían sobre el prado hermoso del jardín. Ya comenzaba octubre y lo supe porque hice cuentas y a cálculos comprendí que el otoño estaba sobre la ciudad. Vagaba todo el día. Me sentaba en la calle cuando me cansaba de caminar y no faltaron personas que me arrojaron unas monedas. ¿En qué hombre me había convertido el amor por una mujer que ese día, frente a los jóvenes franceses perdidos de cara al cielo, creí que ya no la encontraría? Pensé que nada me iba a salvar; había perdido mi vuelo de regreso; estaba en una especie de limbo, en el vacío y a nada podía asirme. Mi vida estaba en el aire. Mi trabajo de investigar, mi carrera volando por encima de mí, lejos de volver a su normalidad, mi vida haciéndose pedazos en el aire frío de París. Maldije al amor, a la buena voluntad, a la vida misma en la que ya no cabía, pero no iba a morir, no era ese mi deseo. Había algo por lo que aún quería estar en el mundo, pero estaba confuso y no podía responderlo, ni estaba seguro que fuera algo con la fuerza suficiente para seguir vivo. Mientras tanto pensaba en no hacer nada hasta que el dinero se acabara y la vida de verdad se fuera consumiendo. Prefería comprar alcohol que comida. Pasaba el tiempo en esa maravillosa fantasía de la embriaguez donde ya nada es ajeno a nada y mío lo era todo. Allí quería estar, como un animal a la deriva. Allí supe que el alcohol era mi casa, mi hábitat. Tenía fuerzas para deshacerme de aquel amor que en aquellos momentos no sería motivo para mantenerme de pie sobre el mundo. No era la verdad el amor por una mujer que llegué a creer, me sostenía en aquella locura donde el que ya deliraba no era nadie más que yo. Era como pensar que todos los días, no habría día siguiente y cuando éste llegaba, no me importaba nada. Volvía a no hacer nada por mí, ni por nadie. Esos días ni siquiera recuerdo si hablé con mis amigos del puente, o lo tengo borrado. No sé cuántos días fueron así después que hablar con mi amigo Hugo por teléfono, porque eso fue lo que me dejó una herida de la que ni siquiera percibí; pasaban recuerdos de mi niñez, de mi adolescencia, de mis compañeros de la universidad y de los tiempos de bonanza. Cuando me sentaba a recordar, algo peor que la nostalgia me atenazaba. Y recordaba momentos que de otra manera, nunca hubieran vuelto a mi memoria. Buscaba todos los días a Virginia y a Michel como si en ellos hubiera algo de los padres que había perdido.