Diario de Viaje

Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Somos muy de eso, de festejar los 100 de algo: Los cien días de gobierno, los cien años de la Independencia o de la Revolución, del natalicio de algún prócer de la mitología nacional o de la fundación de nuestro pueblo o de alguna de nuestras venerables instituciones. Los cien gramos bajados, los cien pesos ganados.

Nos encanta el 100, por perfecto y por redondo; lo adoramos, adoramos al número cien. 

Un ciento de bolsitas, un ciento de estampitas, un ciento de listones. El cien es algo tan subjetivo y tan totalizado que ya nos significa algo tan general que preguntamos, cada que compramos algo en alguna tienda a granel, que cuántas piezas traerá el ciento de algo.

El 100, más que un número o medida, se ha convertido en un mero adjetivo.

Porque sí, es un número bonito, perfecto, simétricamente asimétrico, si es que se me permite escribir con algo de licencias. Y no es para menos, nuestra capacidad humana, para lo que sea que usted piense, se termina siempre mucho antes de los límites del cien. 

Es por eso que los miembros familiares que alcanzan, no sólo 100, sino hasta una década más de vida sobre dicho número, se convierten automáticamente en santos vivientes, ejemplo irrefutable de amor, perseverancia y bla bla bla.

Cuando uno supera el 100, uno tiene el derecho de olvidar si ha sido un miserable el resto de su vida y en general en casi cualquier cosa. 

Porque 100 es el límite que hemos decidido poner como referencia de nuestras capacidades.  Sino me cree, vea usted que México es de los países en donde lo mejor de califica con 100 (10) de calificación, o el único país en el que se “ama al cien”, o en el que se desea tener, un lunes cualquiera, un rendimiento del 100 por ciento —aunque casi siempre claudiquemos a mitad del día—.

Idolatrar el número 100 es casi como el “sí se pudo”: No grita más que incredulidad por haber alcanzado lo que en un principio nos creíamos incapaces de lograr.

El cien es también un número bastante negativo, disfrazado de perfección y desesperanza. 

Pero esos son otros temas. 

Puebla está a 100 kilómetros de la Ciudad de México, aunque a veces, sobre todo en viernes, sobre todo con lluvia, parezca que está al otro del mundo, en una galaxia to talmente retirada. 

Pero el cien sigue siendo perfecto, hasta para poner fronteras entre una ciudad y otra.  

Esta columna es la número 100. He escrito 100 columnas para este periódico. Me han dejado publicar 100 veces y estoy agradecido profundamente por ello. Y debo decir que comulgo con decir que yo también festejo el 100 porque cuando no llevaba ni dos publicaciones, no sabía que esto llegaría tan lejos. 

A lo largo del tiempo que ello representa, me he divertido bastante y he escrito, prácticamente, lo que he querido, lo que ven mis ojos, lo que quiero contar y opinar y a veces balbucear. Y estoy agradecido por ello.

Así que gracias a ustedes, que están al otro lado del papel o de la pantalla o del teléfono y que cada lunes y cada miércoles me dejan compartirles mis complicaciones. Un escritor agradecido no es necesariamente un escritor debilitado, y yo digo gracias, al equipo que hace 24 Horas y que hace posible la noble y a veces complicadísima tarea de hacer que estas palabras tengan espacio: El milagro del papel. 

Un ciento de columnas. Yo preguntaría: ¿cuántas columnas trae el ciento, seño? Seguramente más de cien. 

Y hasta aquí me detengo, dejaré de hablar del cien, porque si nos medimos con la regla de otras cosas, también es preciso decir que 100 resulta ser todavía nada.  

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Según Spinetta, Artaud, el poeta francés, le escribió en correspondencia a Paulhan: 

“¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opuestos de la muerte, el verde para la resurrección y el amarillo para la descomposición, la decadencia?”

La falta de color no es necesaria para indicar la muerte. Vivimos en un estado amarillento, moribundo, decadente.

El presidente dice que le importan las vidas. Dice que lo hace lo hace para mantener la paz. Perfecto. Pero no sé porque eso no me deja del todo tranquilo. Tengo miedo.  Miedo de que vivamos en una tranquilidad inducida. Miedo de que el Presidente siga en campaña. De que el presidente esté adormecido y creyendo que sigue teniendo que demostrarse a sus opositores. Probarse. Miedo de que se meta un avión incomunicado 2 horas sabiendo que afuera el mundo arde. En cualquier empleo, por menos que eso, nos despedirían. 

Porque lo que importa es mandar el mensaje, ¿no? Lo que importa es demostrar que usa un vuelo comercial y aguanta las vicisitudes clasemedieras de dicho acto; lo demás, dicen por aquí, le viene valiendo madres. Y les aseguro, que las vidas o las muertes son lo que menos le importan. 

Miedo, eso es lo que todos tenemos. 

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PS

El martes pasado me emborraché en nombre de José Rómulo Sosa Ortiz.