Diario de Viaje
Por Pablo Íñigo Argüelles

El día que murió mi abuela caminé demasiado. Como siempre, cuando es día de muerte, uno siente que flota y vuela como entre las horas y el desvelo y el exceso de café.

            Caminé cuando todo hubo terminado, con una necesidad tremenda de volver a algo, al centro de algo, y eso, para efectos prácticos, me llevó al centro de la ciudad, que es nuestra casa olvidada, lo único que en verdad tenemos y también lo único que nos empeñamos en destruir.

            Era jueves, medio día. Diciembre. Caminar, sólo quería caminar.

            Fue ahí, en una de esas calles aleatorias que di con Casa Olivares, una tienda y taller de reparación para máquinas de escribir.

No tenía idea de nada.

            Entré, ahora lo recuerdo bien, llamado por una máquina de escribir azul, Olivetti, una edición especial del Mundial de Italia 90, y cuando puse más atención en su escaparate, todo lo demás me llamó inmediatamente a entrar como jalado desde adentro por una fuerza.

            Entré, miré las máquinas, y un viejo salió de la parte de atrás diciendo buen día. Chaleco y camisa de cuadros, me resultaba familiar, pero también me resultaba como cualquier otra persona.

            Preguntó en qué podía ayudarme. Yo lo dije que sólo estaba viendo y que me había llamado la atención esa máquina azul y entonces nos vimos sumergidos en una plática inusual, entre un veinteañero y un señor entrado en los setenta, sobre máquinas de escribir, plumas, el centro de la ciudad y otras tantas cosas que me hicieron igual de bien, ese día en que me pesaba la ausencia de mi abuela, tanto como la caminata errante a la que me había dedicado desde medio día.

            Creo que hablamos cerca de una hora. Cuando me tuve que ir nos estrechamos la mano y me dio una tarjeta, presentándose: Manuel Olivares. Yo, con una formalidad algo exagerada y torpe le devolví el gesto y balbuceé mi nombre.

            –¿Argüelles?—preguntó curioso. –Yo conocí a un Argüelles, tenía una tienda de dulces en la 8.

            — Pepe—le dije—Era mi abuelo.

            Entonces la despedida no sirvió de nada porque que nos quedamos algo así como otra hora platicando, hablando y hablando, de recuerdos que yo no tenía y de cosas que yo no había vivido pero que él me contaba como enseñándome la historia de un país, de mi país, en el que yo vivo y del que sé tan poco.

            Y entonces preguntó si mi abuela todavía vivía. Ahí le conté lo que tenía que contarle.

            Nos impresionamos por las coincidencias y el azar que a veces resulta ser tan exacto.

            Después de un rato nos dimos el abrazo de unos amigos que no sabían que se conocían y salí de su tienda.

            Después de una semana recibí una llamada. Era el Señor Olivares, diciéndome que pasara por su taller cuando pudiera. Lo hice inmediatamente, repitiendo el ritual de la caminata errante.

            Cuando entré, el gusto era evidente. Me invitó a pasar detrás del mostrador y me dijo que le esperara un momento. Él se dirigió a la parte trasera de su taller y después de un rato salió con una bolsa de nylon negra que repetía a manera de patrón el logotipo de Olivetti.

            Comenzó a platicarme de mi abuelo, sin decir nada de lo que tenía ahí adentro de la bolsa. Llegó al punto de emocionarse un poco cuando me dijo que cuando él pasaba por la tienda de dulces de la 8 oriente, sin nada más que una moneda en la bolsa, mi abuelo le decía que tomara lo que quisiera. Al parecer aquello se repitió bastante hasta que Olivares y  mi abuelo se tuvieron el cariño mutuo de la frecuencia.

            El agradecimiento y la nostalgia se veían en sus ojos y sus gestos. Fue ahí que me dijo que era por eso, para devolver la generosidad de mi abuelo, que me iba a hacer un regalo. Sacó entonces de la bolsa negra una Olivetti Lettera 22 que me extendió diciendo: Esta es para ti.

            Nuestra amistad atemporal se mantuvo los siguientes años hasta que un día, en una de esas caminatas errantes que me hacían también, me di cuenta que su taller, Casa Olivares, no abría hace mucho tiempo. Cuando pasaba en coche me fijaba también, pero el polvo ya se había acumulado en la cortina de metal.

            Nunca supe de él otra vez.

Apenas, en un cajón, encontré una nota escrita por él y la memoria me pegó como a veces pega el mar cuando hay viento del Norte.

            A él, a Manuel Olivares, le debo la máquina de escribir en la que muchas de las columnas que aquí se leen tienen su inicio y en donde muchos de los borradores de cosas que todavía no tienen forma han sido escritos. También, sin duda alguna, le debo esas ganas grandísimas por escribir que detonaron ese día con su regalo y generosidad sin límites.

            El tiempo siempre encuentra la forma.

            Seguiré contando.

***

PS

Fui a una fiesta de Halloween y me disfracé de adolescente borracho.