Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Nueva York, como casi todas las veces, me ha dejado enfermo, destrozado, pero jamás, y esto lo digo con todo el peso de mi alma, desilusionado.

Caminamos hasta sangrar, gritamos hasta dejar la voz tirada en los túneles de Penn Station, sentimos frío hasta las lágrimas, las naturales, las que salen involuntariamente, no por la tristeza, nunca por la tristeza, sino como respuesta orgánica del frío, del aire helado y milenario que ronda Central Park.

Nueva York me ha confirmado desde siempre que soy más viejo de lo que aparento. Nueva York me hace sentir viejo, mas no me vuelve viejo, y lo viejo, usualmente relacionado con la debilidad, el polvo y el cansancio, es mutilado casi siempre de su característica más preciosa que es la soledad, pero no esa soledad que nos han enseñado desde siempre a detestar y evadir a como dé lugar, sino la soledad como el último estado mental de un ser humano en compañía de alguien.

Mucho han dicho últimamente los hacedores de la agenda sobre el final de la segunda década de este siglo (o tercer milenio, como nos olvidamos de llamar a estos tiempos tan pronto superamos las paranoicas vicisitudes del Y2K) y entonces hacen listas. Cómo nos encanta hacer listas de todo: Lo mejor de la década, los mejores libros de la década, las mejores series de la década, los mejores restaurantes de la década; y mientras recorremos Nueva York de sur a norte, intento no pensar en nada tan absurdo como las listas de lo mejor de la década, pero no puedo evitar ver las calles como si fueran años, listas, mientras cruzo de una a otra (14, 22, 34, 42), y pienso en mi década, en la propia, y rechazo inmediatamente la hechura de listas que numeren lo mejor de ella.

La tiranía de la memoria me atrapa impromptu en Park Avenue y la treinta y tantos, y no me deja respirar. Y de pronto, esa avenida ancha en la que los taxis amarillos pasan como si trajeran a un enfermo terminal adentro y tuvieran que llegar al hospital, se vuelve el centro del mundo, el epicentro en el que la memoria ha decidido ocasionar el temblor. Pero tan sólo dura unos minutos, porque luego la realidad me abraza de nuevo, la realidad benévola que mañana será tirana y me alcanzará en veinte, o en treinta años, o nunca más.


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Caminamos porque es lo único que sabemos hacer bien y sin errores. El sol de nieve le gana a la nostalgia del Ulises que anoche lloraba en Park Avenue y M. me lleva a través de calles de piedra y alcantarillas humeantes; nos introducimos en este y otro café, bebemos una copa de esto y una copa del otro, y me hace agradecer el sol de nieve, y los murales perdidos, y la memoria nueva.

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Nada me ha hecho sentir tan parte de esta ciudad como todos los lugares que han dejado de existir. La ausencia de locales, departamentos, bares, cafés y restaurantes, amigos, es quizá la única prueba dura y realista de que yo estuve ahí algún día y de que pertenecí aunque sea por un segundo a esa sucesión de sueños materiales que no se cumplen al por mayor.

Cuando llevo a M. a la puerta por la que entré cientos de veces cuando era un estudiante de apenas 17, me veo totalmente incapaz de recordad el número que desactiva la cerradura. No recuerdo la numeración correcta en el panel exterior, además, pienso, seguro ya lo han cambiado. Y aunque fuera el mismo, la puerta no se abriría: ese recuerdo cumplió ya su tiranía en otro momento. Hoy ha cesado, se ha terminado, se ha ido muriendo, y hoy, eso que ya no es memoria, pone en duda hasta los recuerdos más frescos.

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En Nueva York pienso más en las ventanas que en cualquier otra ciudad. No sé si es que haya más, no sé si estarán contabilizadas en el archivero de algún servidor público que han ido relegando para no pagar su jubilación. Pero lo de las ventanas aquí es más presente tal vez por la concentración de tantas de ellas en una isla relativamente pequeña.

O será porque en mi cabeza viven los párrafos de Henry James, y de E. B. White y de Muñoz Molina, esos en los que hacen oda a las ventanas de esta ciudad en diferentes tiempos y lugares y nos dicen que es mejor ver el mundo a través de una de ellas.

Y justo cuando pienso en que las fotos del Whitney y los Vermeers del Met, vienen a ser lo mismo que ventanas, M. me conduce a una tienda de ellas, de ventanas, de mirillas a mundos que ya no existen. Ni siquiera pensé que fuera posible que en una ciudad tan singular como esta hubiera una tienda en donde uno se parara y eligiera una ventana como elige unos zapatos o como elige, claro, una fotografía. Y las miro todas, ensimismado, y cuando llego a una de ellas, la de Dylan y Rotolo caminando brazo a brazo y desafiando la suspensión del tiempo y entonces la tiranía de la memoria está a punto de llegar de nuevo, la encargada de esa tienda de ventanas la descuelga y me la entrega, diciéndome que M. me ha dado quizá el mejor regalo de mi vida.

Yo no la desmiento, yo sólo miro la foto y miro a mi nueva ventana vieja, a través de la cual se ve perpetuamente la repetición de una caminata, de dos personas que lo único que sabían hacer y hacer bien, era caminar.

Salimos de ahí. Afuera ha nevado, aunque no lo suficiente, igual que en la foto envuelta que llevo bajo el brazo. Siento la necesidad de ir a Jones Street y la calle 4, en donde hace 56 años se tomó esa foto que traigo conmigo, pero nos detenemos, quizá por un miedo inverosímil aunque cierto, de no ser capaces de enfrentar las fuerzas sobrenaturales de las leyes del tiempo y el espacio, quizá por el miedo de desaparecer en el intento de cumplir paradojas y misterios.

Al final del día nos encerramos, detrás de una ventana, y somos otra historia, mil historias dentro de una misma, a la merced, siempre, de la memoria tan tirana que nos ronda.

Seguiré contando.

PS

Ya me urge que sea 31 de diciembre para despedirme de todos diciendo “nos vemos el próximo año”.