El rencor es odio viejo. El odio es común en todos los tiempos y el rencor ha sido uno de los gérmenes claves en las grandes desgracias. Y sin duda, una de las semillas más apetecibles en las tragedias y dramas en el teatro. El rencor, ese odio fermentado, es común en el gremio familiar, podemos recordar algunas piezas de teatro de Eugene O’Neil y lo hemos visto en Ricardo III de Shakespeare, pero también nos lo dejaron claro Caín y Abel.
El rencor se enquista en el alma de su víctima y allí permanece como una fiera agazapada que espera siempre la venganza, muchas veces inútil. Y aquel que será “el rencoroso”, puede parecer un ser angélico que vivirá para siempre en las manos del rencor, paralizado, odiando lo inasible, buscando dar su merecido a algo que ha caducado, agazapado sin lograr nada, mirando la vida pasar culpando al ser odiado, mientras el odiado, blanco de su venganza, ha muerto, o nunca supo de aquel odio del que ni el menor aire le llegó.
Muchas veces he visto el rencor alrededor de mi vida, pero también he visto el caso opuesto, el amor viejo que se guarda para siempre y para nada, el amor inútil e inconfesado que se vuelve maldito y destruye la historia del corazón de un hombre o una mujer que nunca sació con sus garras aquel sentimiento que un día se pudrió en el tiempo y siempre vivió como un espejismo.
Pudiéramos creer que no hay sentimiento que dure tanto en ausencia del objeto amado u odiado, sin embargo se han visto casos con todas las variantes posibles, en que alguien odia por muchos años, hasta que un día destruye al objeto de su odio y respira aliviado, aunque sea el último respiro de su vida. Pero podemos ver el empecinamiento de Hamlet que no reposa hasta consumar su venganza, antes que aquello se hubiera convertido en rencor; en Hamlet el odio a su tío y a su madre, no llega a volverse en ese rencor del que ahora hablamos. La venganza a tiempo no llega a ser rencor.
El rencor y el acto de culpar al que se odia por la desdicha sufrida, no le sirve para nada al poseedor del rencor en el esperado juicio sumario, porque muchas veces, ni la vida alcanza y el juicio jamás llega. Es frecuente que esto suceda, con el odio a las figuras paternas y maternas, como las llaman los profesionales. El odio al padre y/o a la madre, suele ser largo y en un combate por no reconocerlo. Recuerdo una novela de Naguib Mahfuz, donde un padre maldice a un hijo incluyendo el significado religioso; aquella maldición, se convierte en un hecho casi mortal. Ante lo que el hijo se destierra y comenzará el rencor de su vida. Y eso sucede cuando no se pueden perdonar los fracasos, la maldad, falta de ayuda u otras faltas que los hijos suelen creer como errores de los padres y quedarse con esa visión para siempre y justificar su estado larvario. Pienso también en una novela de Norman Mailer en la que también suceden hechos como estos, bajo las metáforas religiosas, o en “Fin de partida” de Samuel Beckett, en donde Hamm y Clov, amo y esclavo son dos personajes destruidos que esperan lo absurdo y junto a ellos, agonizan dos sonrientes larvas que en otro momento de su historia, fueron padre y madre. Estremecedora imagen la que Beckett mantiene en esta obra.
“La culpa de mi fracaso, fue del padre, o la madre”, suele ser el refugio de los hijos que también fracasan. Y tal vez el padre o la madre no se acuerdan ni se dieron cuenta, o tal vez han muerto, y aquel rencoroso hijo, se queda con esa herencia que él mismo construyó para justificar su resonante fracaso. Lo digo porque lo he visto en muchos casos y no precisamente en la literatura, aunque pudiéramos hacer un recuento amplio de piezas literarias en las que el rencor tiene papel protagónico.
Y es que la palabra “rencor”, que ahora yo he definido como odio viejo, se sabe que viene de un verso del poeta romano Lucrecio (III, 719), que es el único texto en el que aparece el verbo “rancere” y que significa “volverse a estar rancio”. De ahí deriva el sustantivo “rancor”, que Jerónimo –quien tradujo por encargo del papa Dámaso I, la Biblia del griego y del hebreo al latín–, trasladó “rancor” al ámbito moral para designar “el hedor que exhalan los odios envejecidos, las almas percudidas por una antipatía tenaz, por un resentimiento insanable.” No estaba errado al haber pensado en el rencor como un fantasma que envejece en el corazón de un hombre o una mujer. Y consuela al rencoroso, creer que es él el oprimido, el presidiario de los demás y el rencoroso por sí mismo, se absuelve y juega a ser una víctima del destino.
El rencor puede purgarse con el reconocimiento y la comprensión de sí mismo, aunque allí radica la complejidad que en algunos casos conlleva la amargura, la desazón, el odio al mundo, la inmovilidad social y hasta la pérdida de la razón.
Puede que me equivoque, pero el rencor ha sido causa de venganzas en la política y en la vida del poder. Esos odios que crecen como enredaderas en las cúpulas políticas, son insanables y tienen por resultado, una dinámica de disputas, que el pueblo paga caro y poco entiende. El rencor es una bestia discreta que se guarda en silencio y en el disimulo. Pero nunca deja de latir hasta la destrucción. Un odio que ya es viejo cuando alcanza el nombre de rencor y estoy de acuerdo con Jerónimo, el rencor es un hedor que persiste, aunque muchos no puedan olfatearlo.
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