Hace un siglo, la política mexicana no era muy distinta de lo que es hoy. La cercanía de la sucesión presidencial desataba ambiciones de poder que, muchas veces, se manifestaban en la forma de demonios.

Fue el caso de la sucesión de hace cien años. La Constitución de 1917 había anulado la reforma porfirista de 1904 —que creó por primera vez el periodo sexenal de gobierno— y los mexicanos debían ir a las urnas en julio de 1920 para elegir a quien sucediera a Venustiano Carranza, impedido de aspirar a la reelección por la propia Carta Magna.

Carranza había tomado posesión el 1 de mayo de 1917, luego de ganar las elecciones presidenciales del 31 de marzo anterior, primeras de la actual era constitucional. Para cuando sus rivales lanzaron el Plan de Agua Prieta, el 23 de abril de 1920, el coahuilense todavía no cumplía tres años formalmente en el poder.

Dicho manifiesto proclamaba “el cese en el Poder Ejecutivo del C. Venustiano Carranza” y el nombramiento del gobernador sonorense Adolfo de la Huerta como interino. Esa fue la reacción de los generales revolucionarios del noroeste a la intención del presidente de dejar como su sucesor a Ignacio Bonillas, embajador de México en Washington. Pasarían pocos días antes de que Carranza comenzara a sentir la amenaza representada por la rebelión de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Su propio manifiesto, lanzado el 5 de mayo, en el que condenó la propaganda subversiva de los sonorenses, había tenido un frío recibimiento.

Ese día, el tradicional desfile militar para conmemorar la victoria mexicana sobre los invasores franceses en 1862 no se había podido llevar a cabo. Era notorio que Carranza estaba solo. Emulando lo que había hecho en 1915, cuando se refugió en Veracruz luego de ser desconocido por la Convención revolucionaria como primer jefe del Ejército Constitucionalista, decidió llevar su gobierno al puerto jarocho, lugar controlado por su yerno, Cándido Aguilar.

La huida se hizo por tren. En la mañana del 6 de mayo, los integrantes del gabinete y sus familias, así como el archivo y muebles propiedad del gobierno y hasta el tesoro nacional, fueron embarcados en las estaciones Colonia y Buenavista. Carranza viajó en el convoy presidencial, conocido como Tren Dorado. A pesar de que pensaba que contaba con suficientes hombres para garantizar el éxito de la operación, el presidente pronto se dio cuenta de la deserción de soldados y hasta de maquinistas. Fue necesario designar a garroteros como conductores de los trenes.

No pasó mucho tiempo antes de que la comitiva encontrara resistencia. Al llegar a la estación de Teotihuacán, una “máquina loca” enviada por los sonorenses embistió por la retaguardia a uno de los convoyes, causando la muerte de muchas personas.

El 9 de mayo, después de salir de Apizaco, el convoy fue atacado por fuerzas obregonistas, las cuales fueron repelidas a sablazos por cadetes a caballo. Pese a que ese día el tren presidencial pudo continuar la marcha, las deserciones se aceleraron.

Atacado nuevamente en las estaciones Rinconada (Mazapiltepec) y Aljibes (San Salvador El Seco), no quedó otra opción a Carranza que seguir su camino a caballo por la sierra de Puebla, acompañado de una reducida escolta.

Al cruzar el río Necaxa, se encontró con el general Rodolfo Herrero, oriundo de la región, quien le ofreció su protección. El 20 de mayo llegaron a Tlaxcalantongo (Xicotepec), y Herrero designó una choza para que el presidente pasara la noche. “Éste será, por ahora, su Palacio Nacional”, le dijo al desearle las buenas noches.

Antes de quedarse dormido, el jefe de su escolta, el general hidalguense Francisco de Paula Mariel —subalterno de su yerno Aguilar y viejo amigo de Herrero— le aseguró que el camino estaba libre para llegar al siguiente pueblo.

A las cuatro de la mañana del 21 de mayo de 1920, decenas de hombres rodearon la choza y dispararon sobre ella.

Fue la última vez que murió un presidente en funciones, aunque, apenas ocho años después, Álvaro Obregón, el gran rival de Carranza, sería asesinado cuando era mandatario electo.

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