Cinco gobiernos consecutivos, de Ernesto Zedillo a Andrés Manuel López Obrador, han involucrado a las Fuerzas Armadas en una tarea que no les corresponden ni ellas quieren: la seguridad pública.

Esto se ha hecho como un atajo, para no tener que construir policías civiles eficientes y honestas.

Todos han argumentado que emplear a soldados y marinos en esas labores es algo temporal y necesario. Y al final ni ha sido temporal ni ha dado los resultados deseados.  

El presidente López Obrador dijo en muchas ocasiones que el Ejército y la Armada no estaban para combatir a la delincuencia. No obstante, lo primero que hizo al asumir el poder fue echar mano de ellos para sacar adelante su plan de la Guardia Nacional.

Ésta es una más de las corporaciones que se han nutrido de militares a falta de civiles capacitados o por incapacidad o falta de paciencia para formarlos. Igual pasó en su momento con la Policía Federal Preventiva y la Gendarmería Nacional.

Un artículo transitorio de la reforma constitucional que creó la Guardia Nacional dispuso que, por los siguientes cinco años, “el Presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada Permanente en tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”, en tanto el nuevo cuerpo de seguridad “desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial”.

Dicha redacción tiene su origen en una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos –cuya jurisdicción reconoce nuestro país desde 1998– que data del 28 de noviembre de 2018 (caso Alvarado Espinoza y otros vs. México), en los que el tribunal internacional ordenó que “como regla general, el mantenimiento del orden público interno y la seguridad ciudadana deben estar primariamente reservados a los cuerpos policiales civiles”.

Eso, sin embargo, no ha ocurrido. La Guardia Nacional fue puesta bajo el mando militar y se ha respaldado exclusivamente en militares para realizar su trabajo. Es decir, la participación de soldados y marinos en tareas de seguridad pública no ha sido extraordinaria ni regulada ni fiscalizada ni complementaria. Y es evidente que la Guardia Nacional no se ha subordinado al mando civil –dado que el superior jerárquico de su comandante, el general Luis Rodríguez Bucio, es el secretario de la Defensa Nacional, el general Luis Cresencio Sandoval.  

Aunque la permanencia de soldados y marinos en tareas de seguridad pública parecía ya garantizada por los artículos transitorios de la reforma constitucional de marzo de 2019, y no era ya tema de discusión, el gobierno publicó esta semana un acuerdo en el Diario Oficial de la Federación, cuyo efecto ha sido revivir la polémica de las promesas de campaña incumplidas por parte de López Obrador, además de agregar un elemento de confusión, pues pide a los secretarios de Defensa y Marina “coordinarse” con el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo.

En declaraciones hechas el martes, Durazo explicó que el acuerdo tiene la finalidad de “darle operatividad al mandato legislativo” y que se trata de “una consecuencia natural de dicha  reforma”. Puede ser, pero resulta difícil de entender que se expida 14 meses después de la reforma y que, para un gobierno que tiene la costumbre de hablar todo el tiempo, no se haya convocado una conferencia para explicarlo y el Presidente –hasta el momento de escribir estas líneas– nada haya querido comentar al respecto.

Otro aspecto inquietante del acuerdo es el que determina que “las tareas que realice la Fuerza Armada permanente en cumplimiento del presente instrumento estarán bajo la supervisión y control del órgano interno de control de la dependencia que corresponda”.

Es decir, que el Ejército y la Armada serán los vigilantes y jueces de su propia actuación en materia de seguridad pública, pues dicha función la encabezan los inspectores contralores de las secretarías de la Defensa Nacional y Marina, el general Gabriel García Rincón y el almirante Luis Orozco Inclán, respectivamente.

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