Para Alejandro Aguilera Coria
La imaginación es ligera, veloz, sorprendente y podemos comprobarlo con cierta facilidad al responder la pregunta: ¿Dónde viven los personajes de la literatura libresca? Hace poco escuché hablar a dos personajes en un cuento para niños que aducían a la duda que hoy me hace preguntarme ¿Dónde están los personajes mientras nadie nos lee? Y que derivaría en una multiplicación de preguntas en las que la vida de ellos está en juego, pero ¿qué es la vida de un personaje? Y si no hay vida, por qué creemos que en lo que dicen y podemos verlos. Son influyentes, no sorprenden con su sabiduría, con su bondad, con su maldad que llega hasta el crimen, con sus traiciones, sus ambigüedades, sus actos absurdos, irreverentes, sus errores, sus victorias, sus triunfos, sus fracasos. ¿Por qué nos sentimos cerca de ellos, si no están por ahí a la mano, y su vida está en la mesa de muchos más que los leen, los piensan, los estudian como a los conejos que los abren en canal para revisar hasta el último quiste o la mas profunda infección?
Cuando leí “La isla del tesoro”, creía que lo que me contaba el pequeño Jim –que consideré mi amigo–, él mismo lo había escrito, que de verdad él me estaba contando aquella aventura y nunca pensé que no fuera real, o que aquello fuera una ficción (por supuesto no sabía qué cosa era la ficción). Jim era real, tan real como yo, o como mi querido amigo, que se convirtió en Capitán de un barco a los quince años y vivía en un libro firmado por Julio Verne.
Fue grande mi decepción, como he comprobado con algunos amigos a quienes les sucedió lo mismo con Jim, y alguna vez Alberto Manguel contó su versión del encuentro con Jim a edad temprana y es muy parecida a la que tuvimos algunos amigos y yo. Cuando supe que Jim no era cierto, o al menos, no en mis cercanías y que el autor de esa aventura era un perfecto desconocido de apellido Stevenson, que de inmediato me pareció un impostor, me sentí traicionado. ¿Quién era aquel hombre que estaba fingiendo para hacerse pasar por Jim y con descaro tomar su voz y anotarla en el libro? No podía creerlo. Para mí Jim era el que me contaba la historia y aquella era su historia. Él estaba viviendo allí, frente a mi espíritu de búsqueda y soledad. Era Jim el dueño de la historia y no podía entender que alguien me estaba engañando con sus artilugios de impostor. Ese fue el primer tropiezo con la literatura, cuando pensé que un escritor escribía mentiras y que los personajes no existían por sí mismos ni tenían una vida propia. Fue para mí una consternación cuando supe que había una especie de voceros de los personajes que yo leía en los libros de la biblioteca de la secundaria donde estudiaba. Quería preguntarle a la bibliotecaria aquello que yo no entendía, pero me daba pena que me respondiera que aquello era así, y no quise decepcionarme más de lo que mi sospecha, que me estaba quemando, se iba a comprobar. ¿Cómo era que aquellas historias estaban puestas en palabras en un libro y allí vivía los barcos, el submarino Nautilus, tigres, piratas, esclavos, mujeres hermosas, asesinos, hombres buenos y justos, héroes que salvaban a los demás y Jim, mi amigo? ¿A quién se debían aquellas maravillas de las que yo era presa sin entender cómo demonios habían llegado a las palabras y los libros que yo leía?
¿Dónde era Londres, la ciudad donde vivía el detective Sherlock Holmes? ¿Y si yo viajaba a la ciudad que después supe que era real, ¿él estaría por ahí en las calles persiguiendo a los criminales? ¿Yo podía encontrarlo por ahí? ¿Vivía en Londres, tenía casa, domicilio…? Eran preguntas que me cercaban en el momento que miraba la literatura como algo que no sabía qué cosa era. Y esa fue mi manera de entenderla poco a poco, hasta que llegué a la poesía, cuando los poemas de Pablo Neruda, me hicieron entender que lo que yo en secreto escribía era precisamente eso: poemas. Yo estaba escribiendo mentiras como el autor de Jim, o las otras historias de piratas. Salgari era un hombre muy serio que escribía novelas, Stevenson era un adulto que nada tenía que ver con Jim, pero que lo había inventado. Y yo hacía lo mismo escribiendo versos cantándole a nadie, escribiendo sin ninguna razón, sin nada importante que me obligara a hacerlo. Y me estaba mintiendo a mí mismo porque nadie leía mis cosas y aquellos versos vivían en mis cuadernos “Patrulla” desde que yo era un niño, y mis versos, del mismo modo que vivía Jim, no existían. ¿Ante qué mentira estaba yo? Todo era imaginación y en ella vivían para siempre las cosas, o en ella se perderían.
Me daba tristeza amar mi imaginación, pero más tarde me di cuenta que la imaginación y mi memoria, serían el único mundo que tuve para habitar, y si era mentira, mentiría toda mi vida y lograría entender entonces, dónde vive Jim y dónde están aquellas otras selvas y los otros mares donde mientras leí, fui feliz. Y puedo vislumbrar que los personajes viven en los ojos de los que nos convertimos en lectores y leyendo alcanzamos la efímera felicidad, porque –cuando leo y escribo– llego a ser feliz y en esos momento, sé dónde viven los personajes y me siento tan cerca que los puedo sentir pasar cerca de mí.