Con frecuencia, recuerdo mis viejas lecturas de las obras de Shakespeare, las tragedias sobre todo, que son a las que soy más afín. Y vuelvo a las ediciones en las que las leí por primera vez y reviso otras, que con el tiempo, han ido llegando a mis estantes. Recorro sin dudar las obras: Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo, El rey Lear, Macbeth. Y releo pasajes, momentos que recuerdo y me parecen significativos, memorables, hermosos. Y pienso en esos personajes a los que la tragedia devora. Hamlet, enloquecido por saber la verdad de la muerte de su padre y descubre con horror, que su propia madre era parte de la traición.  O Lear, que es derrocado por aquellos a los que favoreció, sus hijas y sus maridos. Romeo y Julieta, los desdichados enamorados a los que la muerte también les une, Otelo, que busca una verdad la construye y reconstruye hasta darle muerte a quien le ama.

Abro una edición en inglés, y sin dudar –nada me importa mi rudimentaria pronunciación–, leo el monólogo de Othello en el momento que entra con una luz en la mano a la habitación mientras que Desdemona  –acota Shakespeare–: “en la cama”, y lo leo en voz alta y hasta juego a actuar en la intimidad de mi estudio: “Esa es la causa, esa es la causa, alma mía, pero no he de nombrárosla, castas estrellas: esa es la causa. Sin embargo no verteré su sangre, ni heriré esa piel suya, más blanca que la nieve, tan suave como el alabastro de los monumentos. Con todo ha de morir, o si no, traicionará más hombres. Apagar la luz y luego apagar su luz…”

Y pienso con estupor, cómo la llegada de la desgracia es de tanta fragilidad, y un mínimo error, puede desatar una catástrofe. Pienso ahora en la necedad de los que quieren derrocar al presidente de nuestro país, y en esa ridícula polvareda que levantan con sus autos los ricos que marchan repudiando, solo repudiando a un país al que nunca creyeron pertenecer. Veo con pena y rabia una escena en la que una señora “manifestante”, insulta a una reportera morena diciéndole: “¡Mira de qué color eres! ¡Ve a verte en un espejo!” Y otra mujer que no sabe, ni tiene la más mínima idea de lo que es el comunismo mientras grita “muera el comunismo”. “El comunismo es Venezuela y Brasil”, dice.

Y voy a Macbeth, a la ambición legendaria de Lady Macbeth que quiso el poder al precio de la cordura. Y hoy, cada día en este país, la necedad y la ambición quieren ganar la batalla. Y la ganan. La dejan salir los hoy desprotegidos del poder; los que recibían como método, dinero del erario. Los ciudadanos que sangraban al país, pero no se notaba, porque nada decían, por el contrario, guardaban silencio y compostura en su vida y sus fortunas. Y lo que es peor, nadie lo sabía. Y es que es impensable cuánta gente se favoreció (y favorece) inmerecidamente del llamado dinero del pueblo en todos los estados del país, que me sigue indignando. Pero la historia vendrá con el hacha y los cínicos seguirán ganando batallas como las que “ganó” Lady Macbeth, porque Shakespeare enseña cuál es el rumbo y destino de los traidores, de los aduladores, de los ambiciosos, de los asesinos…

La necedad de los que temen a quedarse lejos de las facilidades de los privilegios y los negocios del favor (véase penosa la carta de los intelectuales inconformes como el historiadorcillo Enrique Krauze y que sabemos a qué se dedicó durante las elecciones pasadas y lo que le pagó Alfaro por publicidad hasta hacerlo decir que Alfaro estaba a la altura de Mariano Otero). Y vuelvo a Macbeth, su ambición desmedida, su espíritu manipulador hacia su marido que no se atreve a cometer el primer crimen, y ella, infame, tiene que hacerlo: asesinar a Duncan, el viejo y buen rey. Y luego su marido se yergue en el trono ensangrentado, lo que desata más crímenes para defender una legitimidad manchada. La ambición por el poder es una sola y se nota. Se disimula con poca fortuna casi siempre; en la ambición subsiste la mentira, el silencio, el zigzagueo de la serpiente y el sigilo del zorro, el canto del puñal escondido, los ojos rabiosos y ciegos. Así es la ambición y nada puede ocultarla, pero el destino de Lady Macbeth, nos enseña uno de los tantos desenlaces que poco varían. Lady Macbeth, enloquece creyendo que tienen sangre sus manos y se las lava interminablemente…. La culpa del que triunfa para fracasar, como lo dedujo Freud. Y vemos con pena, pero sin perdón, a Lozoya y la red de favorecidos en lo oscuro y a los que hoy les encenderán la luz y su ambición pague su destino. Hoy sabemos cómo salía el dinero y cuánto importaba a los gobernantes, hoy la gente de pie como cualquiera, no solo sabe que los gobernantes robaron, sino sabe cómo robaron y reconocen la impunidad con la que hicieron lo que hicieron. Y es que el centro de nuestro tiempo está cifrada en la ambición por el poder de los hereditariamente favorecidos, pero cito a Cervantes que dijo. “Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero.” Y aquí el tercero ha sido el pueblo.

Hay espejismos en la vida ordinaria, una pandemia que nos persigue hasta matarnos, falsas noticias, estupidez, mentiras y manipulación en la Red, muchas mentiras de los ambiciosos y eso coloca en grave peligro nuestro tiempo, porque un pueblo que cree que las mentiras son verdad, se desbarranca. Dice Françoise Muriac: “De nada sirve al hombre ganar la Luna si ha de perder la Tierra.”

 

 

 

 

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