Hay dos gatos paseándose arriba de los consultorios de la unidad oncológica del hospital La Raza. Uno es color gris oxford, ligeramente peludo y grande; el otro es negro y luce un poco más pequeño y esbelto. Los doctores, enfermeras y pacientes se convierten en sus presas. Acechan sus cabezas, como si pudieran cazarlas. Parecen divertidos.

El primero en reaccionar es el gato negro, camina hasta quedar casi frente a mí y me observa fijamente. Su mirada me reconforta, hace que no me sienta sola.

El escaso personal de limpieza y enfermería que llega a pasar los miran con indiferencia. Los gatos siguen ronroneando y vibrando rítmicamente. Es increíble el efecto terapéutico que producen en mí, así que me coloco en posición de loto, cierro mis ojos, inhalo y exhalo profundamente.

Mientras tanto, en la sala de quimioterapia, por las venas de mi mamá están pasando lentamente ciento diez mililitros de paclitaxel, un agente antimicrotubular que inhibe la multiplicación de células tumorales y se utiliza para tratar el cáncer, principalmente de mamas y ovarios. Dicha infusión intravenosa, creada a partir de la corteza del árbol llamado ‘tejo del pacífico’, le ha provocado un intenso hormigueo y una súbita sensación de calor y quemazón que recorre su cuerpo. Una insoportable dificultad para respirar, la asfixia, al punto de impedirle hablar. Ante las reacciones que tiene, un enfermero que está cerca de ella para auxiliarla con los efectos de la quimioterapia, le aplica dexametasona, un corticosteroide, difenhidramina y un bloqueador de H2, para ayudar a inhibir los efectos. A pesar de los medicamentos, una terrible angustia invade cada ínfima parte de su cuerpo.

Hay otras siete mujeres en la sala en las mismas circunstancias que mi mamá. Una amable enfermera se acerca a ellas y les ofrece té caliente, ensalada de germen de trigo con queso panela y un paquete de galletas. Cada una acepta los refuerzos para estar un poco más fuerte en la lucha contra el cáncer.

Mientras medito, acepto la realidad y logro conectar con el desconsuelo de mi mamá. Imagino que es mi cuerpo el que está padeciendo los efectos y que tengo el poder de ahorrarle un poco de sufrimiento. Tranquila mami, esto que estás sintiendo, yo también lo siento. Eres muy valiente y no estás sola en esta batalla.

La presencia oportuna de este par de gatos justo arriba de la sala de quimioterapia me hace creer en la gran percepción que tienen y en su especial don para relajar y sanar.

Desde mis clavículas hasta mi plexo solar siento un vacío, me cuesta trabajo respirar. Me siento atrapada, las manos me sudan, quisiera salir corriendo. Siento una explosión en mi pecho y me desbordo como una ola que rompe de golpe y lloro, lloro sin parar, lloro por mi mamá, por todas las mujeres que están adentro sufriendo. Lloro de coraje, de angustia, de miedo.

Alguien me observa, puedo sentirlo. Volteo y veo a mi mamá justo frente a mí, al fondo del pasillo de la sala. Una dosis incólume de felicidad llena el vacío que sentía unos instantes antes. Salimos lentamente del edificio de oncología y bajamos por una rampa. Junto a ella hay una jardinera larga. Entre las plantas está el gato negro, sentado en sus patas traseras. Me emociono otra vez al verlo. Paso muy cerca de él. Me mira fijamente y me despido agitando mi mano. Me maulla un par de veces, le sonrío y me alejo.

 

Diana Lerendidi

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