Desde 1983, enero es un mes de luz, de paz, de emoción, de nervios, de nostalgia, inspiración y amor. El día 18 nos traslada a su llegada, al histórico momento en el que la familia creció.

“Maduró en pocos años, cumplió mucho tiempo”, dice por ahí y lo confirman quienes lo tuvieron cerca, quienes disfrutaron ese amor incondicional y ternura característica.

Es gracias a esa imagen que ahora he convertido en protectora, que de vez en cuando nos encontramos en el Francés para contarle mi vida, presumirle a mi familia, para que se alegre de mis logros y que sea mi guía cuando me siento sin rumbo.

De recuerdos, nada. Mi cabeza no ha querido esforzarse por transportarme a mis dos años de edad, pero tampoco se lo reprocho. Basta con verme en fotos bañado en talco en casa o en las postales grupales con el sol a plomo en el fantástico zoológico de la tía o mejor aún, soñarlo y saber que será mi ángel por siempre.

Sé que le iba a la Franja, que le gustaba portar bata de doctor y presumir su maletín como el abuelo, que cantaba a todo pulmón la Puerta de Alcalá y que era un fiel acompañante en museos pero que su sueño era ir a la playa, “todo muy bonito, papá, pero, ¿cuándo me llevas a Acapulco?”.

En mi cuarto siempre había destellos de que alguien pasó por ahí. Papá y mamá recordaban, “estos juguetes eran de él” y  por decreto decidí apropiármelos, jurándole que iba a cuidarlos y mantenerlos en perfecto estado.

A aquella gorra del Puebla con aplaudidores en la frente e hilos de nylon, se le suman una alcancía del extinto Reino Aventura, una aplanadora y un tráiler. Con eso me basta para tenerlo cerca.

 

Mi tesoro.

Por Alfredo González

@AlfredoGL15