Al partir, mi amá nos convocó y todos los hermanos alcanzamos a llegar antes del sepelio. Arribó con nosotros la parentela solidaria: los hijos, esposas y esposos, los nietos, los bisnietos, los primos y primas; todo un ejército. La gente de Viesca estuvo ahí, amigos afectuosos de dos o tres generaciones, y hasta cuatro de mis compañeros de la Narro*.

La vieja casa nuestra se llenó de gente desde la tarde del sábado hasta el anochecer del domingo, y los rezos no cesaron.

Fue – ha sido – una mezcla de pena y alivio. Pena por la partida de mi amá, por ese hueco que deja en nuestro ánimo y por el hueco de la vida diaria –su cama, su almohada, sus lentes, sus chales, su silla–, el vacío en la referencia familiar de tantos años (“Voy a Viesca/Torreón a ver a mi amá”). Alivio para ella, cada vez menos lucida, cada vez menos apta para moverse, cada vez con mayor dificultad para dormir; alivio para nosotros, que la veíamos decaer. Su tránsito fue rápido y sin dolores. ¡Bendito sea Dios!

Mi amá volvió a la tierra en una tarde hermosa. Fíjate: las nubes se habían asomado densas, panza-gris con filo blanco, atrás de los cerros de Juan Guerra. A media tarde, se juntaron con otras que, en masa, avanzaban rápido desde el oriente, tal vez, de la Sierra de Parras, formando un arco un arco por el oriente y el sur.

Respetuosas, sin embargo, esperaron a que el cortejo hiciera el recorrido desde mi casa hasta el cementerio, a que terminaran los cantos y los rezos, y a que el entierro se consumara. Unas esperaron lejanas trepadas en el Cañon de Ahuichila vestidas decididamente de luto o más al sur, otras jugaban carreras envolventes en el firmamento. Las más lejanas se veían gris azuladas, sobre los cerros que en planos sucesivos reflejaban rugosos la luz del poniente, rumbo todavía medio despejado.

Mi amá fue depositada en su tumba y los albañiles se apresuraron a colar la losa. Cuando estos terminaron, las nubes recomenzaron su actividad, avanzaban de nuevo en movimientos envolventes. Primero el viento fresco que levantó blancas tolvaneras, algunos truenos y, luego, llegaron los goterones. Salimos del cementerio y las nubes cuajaron sobre Viesca y luego tomaron rumbo del poniente sobre Villita, Saucedo, Zapata y Matamoros.

Al anochecer de aquel largo domingo, el aire olía a tierra mojada y había charcos desde Viesca hasta el propio Matamoros. A esas horas, la masa nubosa más densa andaba sobre el Cañon de Jimulco. En Torreón, la lluvia fue ligera y refrescante.

Mi amá tuvo buena despedida, quedan los recuerdos, (y entre numerosos recuerdos, aquella ilustración del suplemento de La Opinión que me envió a Madison, Wisconsin en 1960: Una señora, igualita a ti, que tejía un suéter. ¿A quién se parece?”, escribió mi amá al margen), queda la memoria, el gran regalo de haberla tenido 60 años, ¡imagínate!

 

 

*Escuela Superior de Agricultura Antonio Narro (Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro, desde 1975)

Por: Gregorio Martínez Valdés (1936-2013); julio 08, 1996

@revistapurgante