Una noche de luna, Richard Bretbert, El Orador de las Montañas, caminaba cerca de El Gran Lago. Las plantas aleteaban a su paso bañadas de luz blanca y azul, y el mundo en ese instante sólo era un esbozo y susurraba. Escuchó un chapaleo a lo lejos y se volvió para mirar apenas el arco de agua que dibujó en el viento un pez de plata o una ráfaga de luz de luna. El ruido se prolongó acompasado en el agua y saltó de las orillas hasta sus oídos.
Richard Bretbert continuó avanzando, pero era como si el sonido cadencioso del agua lo estuviera hipnotizando y lo llamara. El pez o el relámpago se meció en el aire un par de veces más y al sumergirse agitó aún más el agua del lago. Richard Bretbert quiso continuar con su camino y avanzó un par de zancadas, pero una estrella oscura o un halcón nocturno que cruzó como un destello estuvo a punto de golpearle la frente.
El monje se detuvo, tal como lo había hecho hacía 35 años, cuando era un fugitivo, y llegó a un portal con figuras labradas de querubines en piedra gris y rojiza, y le contó al confesor que en un rato de rabia en su cuartel militar había terminado con la vida de dos hombres. Richard Bretbert tocó con su barbilla su pecho y lanzó un suspiro que reverberó ajeno entre las ramas de los fresnos y los sauces de la espesura. Había caminado de noche durante tres lustros desde el poblado hasta su hogar en las faldas de la cordillera y jamás se le había ocurrido acercarse a El Gran Lago, y precisamente esa noche de mayo sentía que desde el agua lo llamaban.
Iluminada por la luz de la luna, su figura aún erguida parecía levitar en tramos cortos hasta la orilla de El Gran Lago. Conforme se acercó, el monje sintió que el sonido del vaivén del agua que había escuchado no provenía del lago, sino de su pecho alterado.
Los peces se inquietaron con la sombra del hombre y un fuego fatuo incendió los restos de unas raíces atestadas de bichos de piel fría. Richard Bretbert estaba tan cerca de los labios del agua que pensó que parecía un lienzo tendido específicamente a su paso para que continuara avanzando y caminara sobre el lago. Se arrepintió enseguida de su soberbia y murmuró una oración para someter su orgullo. Se detuvo en la orilla y volvió a escuchar la voz ronca y rítmica del lago, que se estrellaba contra el fuelle alterado de su pecho, que en ese momento lo animaba.
Richard Bretbert miró la luna en el centro de esa especie de espejo de plumas blancas y azules y descubrió el reflejo de su rostro por primera vez, tal como no lo veía desde hacía años. Aunque él hubiera querido marcharse, de pronto su cuerpo cayó de rodillas y comenzó a temblar como si se congelara. En la superficie de El Gran Lago, Richard Bretbert vio sus rasgos ajados marcados por la penitencia y la miseria, y como en un gran caleidoscopio cruzaron ante sus ojos la luna, las nubes que se transformaban en bocetos de ciudades, y algunos desgarrones de caras de hombres y mujeres que creía olvidados. Sabía que la voz del lago algo le decía, pero no alcanzaba a comprender lo que significaba.
En ese instante, Richard Bretbert hubiera querido ser un pez de plata o un halcón nocturno para ser parte del mundo natural que no pregunta nada, porque le basta con ser parte del misterio que conforma la existencia. De improviso, percibió una especie de destello en el cielo y el reflejo de los astros sobre la superficie del agua, que era como decir sobre la tierra misma que él caminaba, velado apenas por las ondulaciones, pero más hondo. Pensó que podía ser un llamado de Dios o del diablo y que era él quien tenía que decidirlo.
En sus años de reclusión, no había alcanzado jamás la santidad, y es posible que ni siquiera la deseara, pero la rabia se había ido y algo humano le quedaba, ahora le bastaba incluso ser sólo una nube, pero únicamente era un hombre de rodillas que temblaba y que el agua se tragaba.
Por la mañana, las barcas chapaleaban y los gritos alegres de los pescadores, durante su recorrido por el río, semejaban los de monos en periodo de celo. El agua golpeteaba las rodillas viejas de Richard Bretbert. Sólo y con los ojos extraviados en el cielo que aún veía en el agua, sus estremecimientos continuaban.
Que los que saben de las cosas del cielo y del infierno digan si lo que llamaba a Richard Bretbert era la voz de Dios que le ofreció, para purificarlo de sus pecados, el lecho de las aguas de El Gran Lago, o si la voz del diablo lo salvó de aquel destino, para que acaso matara en su camino a más seres humanos.
Los que lo vieron dijeron que parecía un santo blanco al que la sal y los peces le habían comido la mitad del cuerpo y, otros, tal vez más prácticos e inhumanos, sólo vieron en él unos despojos para tirárselos a los cocodrilos.
@Lermanorberto
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Por Juan Norberto Lerma