Buscar a los descreídos, a siete de 10 poblanos, que se alejaron de las urnas fue el primer llamado del candidato por Juntos Haremos Historia ante un escenario proyectado en 2021.
Por: Mario Galeana
Por todo el tiempo que esperó para que al fin ocurriera, por las circunstancias —las sinuosas, terribles, súbitas circunstancias— que sorteó para que al fin ocurriera, por todo eso, se creería que el festejo de Miguel Barbosa sería exultante: tres largas noches de parranda que fueran una sola y desfiles por largas avenidas. Pero contra pronóstico alguno, Barbosa decidió festejar con una reflexión, una profunda y amplia reflexión.
Por la noche se plantó de frente a una pequeña multitud azuzada por el viento que llevaba esperándolo una hora en el Zócalo de la ciudad, y aunque no lo dijo de manera directa, casi fue frente a ellos a decir: Festejemos, pero sin triunfalismos.
Así pues, la celebración se convirtió en una disección de lo ocurrido en las urnas horas antes. El desencanto electoral había tocado fondo en el estado: nunca habían votado sólo tres de cada 10 poblanos —como ya vislumbraban los cálculos oficiales—, y eso dotaba al siguiente gobierno —al suyo— del desafío brutal de tratar de convencer o de asir a los otros siete.
A ellos, a los “no creyentes” o a los descreídos, como los bautizó, dirigió sus primeras palabras. “A los que tenemos que ir a buscar son a los que no votaron, que son la mayoría. Aquellos que tienen una profunda desconfianza sobre el ejercicio del poder. Ellos no están creyendo en el ejercicio del poder por culpa de muchos gobiernos. A ellos los vamos a buscar”.
Aquel súbito desencanto del triunfo tomó por sorpresa al pequeño grupo reunido en la plaza. Tanto a los que atestiguaban debajo del podio, como a los que estaban sobre él. Poco a poco, a lo largo de los 15 minutos en que Barbosa delineó las condiciones de aquella dura victoria, los rostros de alcaldes, diputados, dirigentes y operadores mutaron del regodeo a la sobriedad.
Dura porque para Barbosa lo fue. El peor escenario le otorgaba hasta ayer una ventaja de nueve puntos sobre Enrique Cárdenas, sí, pero a lo largo de toda la campaña se tenía la confianza —basado en decenas de sondeos— que serían cuando menos 20 o 30.
La ventaja que lo separaba de Cárdenas no habría existido si no hubiera establecido alianzas con las cabecillas de las estructuras electorales que quedaron huérfanas repentinamente. Ayer Morena avasalló donde hace un año fue derrotado. Y derrotado donde hace un año avasalló. La fatalidad de antes fue la salvación de hoy.
Entre 2018 y la noche de ayer hubo una súbita reversión política: la coalición Juntos Haremos Historia ganó con el voto rural o verde —es decir, el voto de las estructuras electorales, de los cacicazgos, de la movilización—, pero perdió en las zonas urbanas —donde los votantes poseen un mayor grado académico y la participación—. La Mixteca y las serranías fueron su botín de votos: las grandes ciudades, incluida Puebla, su talón.
Al pararse de pie frente a la multitud, Barbosa ya lo sabía. Y pidió a los partidos actuar en consecuencia: les dijo, en específico, que era momento de diseccionar la elección y tomar decisiones. “Porque pronto viene el 2021 y los panistas a los que hoy les ganamos están pensando en volver a partir de los resultados en la capital. Ustedes, los de Morena, los del PT, los del Verde, tiene que tomar acciones y posiciones de reconciliación de la gente”.
Claudia Rivera, la presidenta municipal de Puebla, se encontraba a dos cuerpos de Barbosa, pero entre aquella multitud resaltaba como nadie más. En los minutos que sucedieron, Rivera se quedó mirando de frente hacia la gente, impasible, dedicada completamente a la extraña tarea de no mostrar una sola reacción ante las palabras de Barbosa. Pero apenas terminó el discurso se acercó a él y ambos se abrazaron largamente. Gabriel Biestro, de pie junto a ella, miraba sombrío hacia el candidato vencedor.
Barbosa fincó aquel tropiezo exclusivamente en la capital, pero los sondeos ya revelaban que se había extendido a la zona conurbada: a Cholula, Cuautlancingo, Amozoc, etcétera. Todos habían sido triunfos holgados para Morena en el estado. Y todos, en un año, se habían convertido en una losa enorme para Morena.
Frente al tamiz de 2021, quizá esa sea la gran advertencia de la noche de Miguel Barbosa: el bono de la Cuarta Transformación les había durado a ese gran número de alcaldes menos de un año, apenas unos cuantos meses. Ayer premiados, hoy castigados. Por eso insistió en que lo más importante había sido —y quizá será— el haber sumado a los líderes de otros partidos políticos.
“Si no hubiéramos abierto los brazos—prosiguió Barbosa—, no hubiéramos ganado con la contundencia que lo hicimos en la Mixteca, en la Sierra Norte, en Tehuacán y en todas las regiones del estado”.
La voz de un hombre entre la multitud se alzó en aquel instante:
—¡Hay que sacar a los del PRI!
Y al reclamo sucedió un regaño:
—¡Hay que ser inteligentes! —reviró Barbosa—. Cuidado con los sectarismos. Vamos a construir un gobierno de identidad, donde los cargos estén ocupados por personas que emerjan de este movimiento social y popular que dio el triunfo. ¡Pero no con visiones sectarias! Porque si hubiéramos tenido visiones sectarias no hubiéramos ganado esta elección. Cuidado con no darnos cuenta.
Yeidckol Polevnsky sólo asentía a su lado. El tono triunfalista que ocupó para un discurso en el que dijo que no tenía palabras para describir el momento no hacía juego con el tono de Barbosa. La multitud tampoco lo entendía. A ratos trataba de interrumpir a Barbosa con aquel grito repetitivo de “¡Gobernador, gobernador!”, pero no hallaban de dónde asirse. Detrás de Barbosa, el diputado Guillermo Aréchiga les hacía gestos y se llevaba el dedo índice a la boca para pedirles que se callaran.
“Vamos a asumir las responsabilidades… y donde perdió Morena, vamos a asumir las responsabilidades. Hay que recuperar la dignidad de los gobiernos de todo el estado y hay que hacer que las cosas funcionen”.
Hubo también una petición. Una petición que sonó a advertencia: que nadie lo cuestionara al momento de designar a su gabinete. El mensaje cayó secó entre los oídos de los que esperaban festejar.
Y el festejo terminó ahí. Hubo unas cuantas fotos, el abrazo entre Claudia y Barbosa, y luego él salió directamente hacia la Suburban blanca en la que había llegado. Un grupo de mariachi lo esperaba muy cerca y los taxistas hacían sonar sus cláxones alrededor del Zócalo.
El día había terminado. Un día que había empezado como cualquier otro —el techo de la misma casa habitada por años, la misma mujer con la que ha despertado las últimas décadas, el mismo aire, la misma luz— y sin embargo todo era distinto.
Barbosa se levantó temprano por la mañana, se vistió y desayunó huevos en salsa roja para abordar la Suburban que lo llevaría hasta la escuela primaria en la que se encontraba la casilla en la que votaría, en una zona que en Tehuacán es conocida como El Riego.
No había niños y los pupitres del salón al que entró a votar porque habían sido arrumbados en una esquina. Rosario Orozco entró con él a la mampara en la que —seguramente— marcó su nombre en la boleta.
Luego juntos caminaron hasta la urna, en donde él batalló un poco para meter la papeleta. Pegados a las ventanas había unas veinte cámaras registrando cada paso, cada movimiento, y una vez que el voto estuvo en la urna él salió a aparejárseles.
—¿Qué mensaje les manda a sus rivales? —lo abordó una reportera.
—Que tomen una decisión de respeto a la ley, a la voluntad ciudadana, y que todos caminemos juntos a la reconciliación ciudadana —soltó y abrió la sonrisa. Aquel diálogo con la prensa se extendió unos minutos, pero el tono de Barbosa fue siempre mesurado. Parecía exultante, pero tranquilo.
—¿Qué es lo primero que hará cuando sepa los resultados, candidato?
—Lo primero que haré será besar a mi esposa.
Y lo hizo: por la tarde, apenas cerraron las casillas, Barbosa ofreció una conferencia de prensa en un hotel al noroeste de la ciudad, un hotel que convirtió en su cuarto de guerra a lo largo de todo el día.
Allí ocurrió el beso frente a las cámaras. Y dio también un discurso significativamente distinto al que ofrecería más tarde, con la multitud reunida en el Zócalo. Por la tarde se dijo vencedor con el 50% de la votación total, pero el asomo del abismo de la abstención lo hizo no volver a mencionar ese porcentaje de votos más tarde.
Después se encerró en una pequeña sala del hotel y desde allí dio varias entrevistas a medios de comunicación nacionales. En un instante, volteó enojado hacia uno de sus colaboradores y le reclamó:
—Oye, me están diciendo que está subiendo una etiqueta en Twitter diciendo que el PAN crece. ¡Vete a tus redes y arréglalo!
—Sí, sólo…
—Arré-gla-lo.
Los pasillos del hotel ya se atestaban de francos desconocidos, militantes, líderes y políticos redimidos: aquellos que hace un año aguardaban en el cuarto de guerra contrario.
Una valla humana aguardaba su salida de la sala. Él avanzó a través de una especie de carro eléctrico que se hizo popular durante su paso en el Senado de la República. De aquella valla salían hurras, sí señores y felicitaciones, pero Barbosa no cedía a aquel júbilo: respondía con una sonrisa sosegada.
Lo sabía: el triunfo debía festejarse con una amplia reflexión.