Se han preguntado ¿qué es aquello que nos vuelve sanos? Y en contraposición ¿qué es aquello que nos vuelve enfermos? Si podemos responder a bote pronto, que estar sanos es que no nos duela nada y estar enfermos es tener dañado algún órgano. Entonces quizá no nos lo hemos preguntado realmente, y sólo reaccionamos de la manera en que hemos creído que se mueve la salud y la enfermedad.
La salud y la enfermedad, como todos los conceptos, no siempre han sido los mismos. Se han movido por diversas esferas. Lo que en un tiempo se consideraba sano hoy no lo es. Y viceversa. Ya no hablemos de las prácticas médicas, que dieron un vuelco enorme para devenir en lo que hoy conocemos, justamente gracias a una pandemia. La Peste Negra obligó a los médicos que sólo curaban mediante la palabra, a profanar los cuerpos de los muertos para tratar de encontrar una correlación entre los signos, síntomas y el tratamiento.
La Organización Mundial de la Salud definió en 1946 la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Sin duda alguna esta definición tan específica prácticamente volvería a todas las personas enfermas. Porque ¿quién sería capaz de decir que tiene un “completo (estado) de bienestar físico, mental y social”.
También la definición de la OMS puede dejar insatisfechos a muchos. La experiencia en la clínica nos indica que los pacientes, que en muchos de los casos antes pasaron por la consulta médica, buscan rasgos y características que los definan como sanos o como enfermos, con la esperanza de que al ser “diagnosticados”, entrarán en una clasificación para ser atendidos mediante protocolos generales, que les devolverán aquello que perdieron, aunque —para el caso de las dolencias emocionales— muchas veces no sepan en realidad qué perdieron.
Clasificar las enfermedades es un asunto que tiene poco tiempo. Antes del siglo XIX, por ejemplo, no se anotaba en las actas de defunción la edad a la que morían las personas. Las enfermedades comenzaron a agruparse, casi como las conocemos ahora, en correlación con las muertes presentadas. Después de muchos debates y conferencias internacionales, hasta 1948 se aprueba publicar el Manual de la Clasificación Internacional de Enfermedades, Traumatismos y Causas de Defunción, dividido en dos volúmenes, el segundo contenía índice alfabético para ubicar los “términos diagnósticos en las categorías apropiadas”.
Esta manera de clasificar las enfermedades dio origen a un boom sobre el encasillamiento, que pasó de la cuestión biológica a la emocional. La presunta especificación sobre las enfermedades —de ambos lugares— no ha hecho sino abrir tanto el abanico, que tarde o temprano todos caeremos en alguna categoría o enfermedad, muchas veces sin siquiera saberlo. Además, que su aplicación hace a cualquiera un experto en enfermedades o trastornos. Basta ver cuántas consultas médicas se hacen en Google antes que en los servicios de salud.
Un ejemplo de lo que aquí se menciona son los test de las revistas del corazón. Por medio de las cuales, durante muchos años, mujeres y hombres han definido su estar frente al amor. Incluso, en los grupos de autoayuda se emplea el mismo método. Por ejemplo, en Neuróticos Anónimos hay un “autodiagnóstico”, que incluye preguntas como: ¿Trata siempre de justificarse o defenderse?, ¿padece de ansiedad en ciertos momentos?, ¿tiende a ser ordenado en exceso?, ¿es usted desordenado?, ¿le gusta criticar? Sólo se puede responder sí o no. Si se responde sí, seguramente, eso sólo lo sugieren, es usted neurótico.
El Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), el manual de psiquiatría que pretende decirnos si lo que hacemos es o no normal, no corre una suerte diferente. En su clasificación podemos encontrar desórdenes que van desde no ser bueno para las matemáticas o la lectura, hasta pasarnos de la cuenta con la comida cuando nos ha gustado el platillo. Para los psiquiatras que participan en su elaboración, esto —y otras cosas por el estilo— debe ser considerado como anormal y en consecuencia quienes lo presentan tienen que ser sometidos a un tratamiento farmacológico.
Aquí lo grave del asunto no es que todos, eventualmente, estemos enfermos biológica o psicológicamente. Sino que, en el, pensémoslo así, noble propósito de tener una sociedad feliz, estemos marcando fronteras a diestra y siniestra que nos separan de los demás y que justamente se llegue a la conclusión de que el otro, el diferente a mi —yo soy diferente al de enfrente— es la enfermedad. Pero aún más grave es creer que se puede tratar con fármacos y corregir la diferencia, hasta volverla normal, en un plano que no es humano, sino mecánico.