Hay días en que no sé qué nombre verdadero tiene la vida, ni sé el destino que tendrá el día domingo o martes o cualquier otro día de los que poco me importa saber qué nombre lleven entre los demás. Días de incertidumbre que antes sólo parecían míos, hoy sé que son de muchos. La incertidumbre colectiva se ha uniformado en tantos que no saben –como yo– qué nombre verdadero tiene la vida, y no saben tampoco qué cosa es el tiempo que nos ha puesto la camisa de espinas que es el miedo. Y nos enfrentamos a la incertidumbre con las mismas costumbres con las que otras veces la hemos combatido, pero estas hoy no son suficientes, y el enemigo que nos la propicia, hoy es más poderosa, más inasible, más difícil de comprender, pero sobre todo, es imposible de vencer por mano propia.
Estamos en una incertidumbre que tiene al mundo amenazando la vida a gatas y en algunos casos de rodillas. ¿Cómo entender estos días de desesperación en los que vemos caer vencidos a muchos? Y es que no podemos negar que hoy la vida es un precipicio y la caída es una cercana posibilidad. Dice Elias Canetti que “no hay dirección que impresione más al hombre que la de la caída.” Y si entendemos ahora que caer es el símil de morir por esta brava enfermedad que ya no nombro, tememos más a la caída. Porque –y de nuevo cito a Canetti– “la caída es lo que más se teme desde temprana edad, y contra lo que primero nos preparan en la vida.” Recordemos nuestra niñez, cuando los protectores (padres, hermanos, maestros…) decían la frase “no te vayas a caer”. Aquella era una voz común e instalada en la costumbre de proteger de la caída que significaba muchas cosas trágicas, pero sobre todo, significaba la muerte. Nos protegían de la caída, es decir de la muerte. “No te vayas a morir” estaba en la interlínea, que mucho me recuerda a Sancho cuando le dice a su amo: “nos se me muera señor”, y le ofrece hasta su burro y sus enseres con tal de que no caiga en el abismo de la muerte. Sancho veía el abismo enfrente con aquel pequeño monólogo que es de los más hermosos de un hombre que no sabe qué decir y pide a su amo que no muera con la única poética que nace de su desesperación triste.
No saber a dónde ir, nos expulsa de la facilidad de la vida y nos encierra en las dudas y el temor. No podemos negar que la vida en comunidad cada día, y ante las circunstancias, nos enfrenta a la dificultad de relacionarnos, de alejarnos, de perdernos unos a otros, de no encontrarnos nuevamente, y con toda justificación comenzar a olvidarnos, lo que significa una tragedia. Creemos estar cerca con el internet en las manos, creemos tener muchos amigos de los que vemos en videos o en fotos, y esa verdad puede ser la única. Pienso en los niños que aprenden el sentido de comunidad en la escuela y en la constante comunicación presencial. ¿Ahora qué nuevo aprendizaje de lo que es la sociedad germinará en su historia personal? “Mis amigos viven en una pantalla” y sabrá que solo pagando puede tener esa efímera comunicación con su escuela y sus iguales. Las clases en linea no son escuela, la convivencia en linea es casi una puerilidad, una apariencia de la ficción y la mejor forma de la mentira de lo que somos en la realidad.
Somos testigos de la caída de muchos a manos de la peste que nos acecha a todos y esperamos con incertidumbre turno. Nadie estamos exentos de morir bajo el cuchillo del virus asesino que ya no quiero nombrar, es cierto, pero tampoco podemos descartar otras mil causas que nos han de matar y sin saber cuándo.
¿Cómo se llama la vida hoy que aunque nos parece muy segura, también se ha vuelto más frágil? No se crean que el confort y la comodidad en la que muchos creemos vivir (hay muchos que viven para la comodidad) es la escapatoria ideal. El riesgo en el que se vive desde hace mucho tiempo, es totalmente igual al de todos los tiempos; nos protegemos hasta el último día de la vida de no caer, pero como lo enseña la física, la caída es inminente.
“Tenemos que ser felices”, me decía una amigo por Facebook hace algunos días. En nombre de la felicidad propia, muchos se rompen la madre y pasan por encima de cualquiera (hombre mujer o mueble), con tal de llegar a ese estentóreo y entorpecedor estado que llaman “felicidad” y que dura poco, por cierto.
Hoy es uno de esos días que no sé a dónde voy, ni por qué lado queda la certidumbre. No me he ocupado estos días de los necios que se oponen a la vida y lloran en secreto por el dinero que ya no les es fácil extraer del erario público. He tratado de dejar ver la furia de los ricos mexicanos que no saben que el dinero no da la razón, sino la pierde. Me he alejado de la realidad involuntariamente porque la sigo por pantallas y he preferido sumirme en mi nuevo curso sobre la obra de Dante y en la observación de su obra maestra. Y veo que desde aquel tiempo ya Dante quería construir una nueva realidad y seguramente buscaba como yo y otros tantos, cuál era el verdadero nombre de la vida, el verdadero nombre de la verdad, solo por buscar una salida a la comprensión del tiempo y los lugares por los que pasa nuestra vida con banderas rotas, con estandartes confusos y sin gloria, aunque –como es mi caso–, con cierta esperanza, aunque no sepa a dónde voy. º