Figuraciones mías
Por Neftalí Coria
Como en todos los campos y actividades de la vida humana, la crítica y la autocrítica, son factores que abonan el crecimiento y las mejoras de las cosas que los hombres hacen. Aunque también –en muchos casos– la acción crítica acaba con aquella “cosa hecha” negando su valor o revelando la falta de cualidades. Incluso, puede que la descalificación originada en la crítica logre que “la cosa hecha” no llegue al mundo como la parte que legítimamente se convierta en un componente más que se integre al mundo y su historia.
La crítica de arte en especial –que es la critica que por ahora me interesa– ha tenido funciones de importancia que van desde el pragmatismo hasta el propio comercio del arte, pues vivimos una época en la que difícilmente el arte puede sobrevivir fuera del comercio, aunque, si no lo está, se demerite su existencia.
La crítica es juicio. Y, remitiéndonos al significado del diccionario: “Criticar es examinar, juzgar una cosa para determinar su bondad, verdad y belleza”. Aunque la crítica se ha tomado –proveniente de aquel que sabe–, como un modo de señalar el pulso, la medida estética de la obra o la “cosa” en cuestión. Y de ella depende su valor ante los demás que bajo la opinión de aquella voz calificada, por sugestión, redescubrimiento o guía en la apreciación. La crítica de arte suele ser producto de la indagación, del saber que da la percepción fina y la comprensión del mundo expresado a través de la humana manifestación de la obra de arte. Quizá también sea producto de la necesidad de comprender una parte del mundo a través de una obra y, sobre todo, el deseo por saber –bajo la explicación y argumentación– si lo creado por un artista es digno, si contiene la belleza que necesitamos, la verdad nueva que faltaba a nuestra vida o esa virtud que para nuestra sensibilidad es un bien o una bondad.
Pero esta mañana –día en que escribo estas líneas–, nos preguntábamos Arturo Castrejón y yo, sobre el creador y la crítica; es decir, nos preguntamos sobre la relación del creador de la obra y el crítico que emitirá el juicio, el examen y su calificación a la obra terminada, expuesta, publicada o ejecutada en público. Arturo Castrejón se refirió a cierta ópera presentada en Nueva York que vio y, en su momento, le gustó. Sin embargo, al día siguiente, leyó la crítica en el New York Times y ésta era totalmente contraria a lo que de primera intención mi amigo vio. La lectura de aquella crítica descalificaba la calidad que el espectador, antes de leerla, había visto y escuchado. Después de leer aquella revisión del crítico, mi amigo le dio la razón; el crítico se había ocupado de lo que mi amigo en su momento no vio. El crítico en este caso percibió a profundidad, con pericia, con experiencia y con un gran conocimiento la ópera en cuestión e hizo su trabajo, mientras que mi amigo fue un espectador –digamos inocente–, aunque no precisamente quisiera dejarle ese adjetivo que peyorativamente lo coloque como alguien que no sabe nada de la ópera, porque no sería justo, dada su añeja afición y amor por el arte. Aquí, la crítica cumplió una función esencial: abrió los ojos de un espectador y estoy seguro que la próxima vez, Arturo observará aquello que faltó, pero hay muchos casos distintos y para cada obra: la apreciación es distinta.
También la crítica del arte puede ser producto de la ferocidad y la amargura del crítico. Del conocimiento mediatizado, de la frustración equivoca y hasta de la neurosis de un hombre que –para recordar a Wilde– nunca pudo crear la mitad de una obra de arte. Y suele pasar que desde aquel pedestal del crítico y su autoridad en los medios –donde tienen presencia–, se cometan injusticias con una obra que fue negada, descalificada, atacada, aplastada, destruida.
Pero en la conversación con mi amigo, pensábamos en la respuesta que el creador debe dar a la crítica. En muchas ocasiones su respuesta es tímida y apática para defender la obra. Y eso es lo que aquí nos inquietaba. Un creador tendrá la conciencia justa para defender su obra de la crítica porque hay que recordar que el crítico puede proponerla con facilidad al olvido, y entonces el creador no tendrá palabra adicional para defenderla –y tal parece que ni debería hacerlo–, aunque la obra hablará o guardará silencio por sí misma.
Con mi amigo poeta, en la conversación, estuvimos de acuerdo –tal vez porque no somos críticos– en que el creador debe defender su obra y dar la razones y plantarse contra las opiniones a defender el organismo estético que ha creado, donde está incluida la autocrítica. Tiene derecho –como el crítico– de expresar su palabra después de la obra; claro que debe hablar de su obra. Y yo no creo en el que dice “con mi obra lo he dicho todo; no tengo nada que agregar”. No, yo creo que el creador mucho tiene que decir alrededor de su obra, porque tampoco el crítico sabe lo que cuesta y lo que sucede en el acto misterioso de la creación. Nunca el crítico sabrá la vida que se hubo necesitado para que la obra llegara al mundo ni imagina lo que de recompensa o sufrimientos trajo al artista haberla construido. No puede ser la obra víctima del crítico ni debe el artista ser su blanco, pues el crítico, por naturaleza, es caprichoso y juzga lo que él nunca hubiera hecho en una obra de arte. Por eso, el artista deberá tener una palabra adicional, no inclinar la cabeza y no conceder al crítico la razón demasiado fácil.