Con esta entrega arrancamos un proyecto que pretende reflejar a los candidatos por la gubernatura de Puebla en sus diferentes acercamientos a los votantes
Por Mario Galeana
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Cientos de cuerpos vitoreando un nombre: Blanca. No sólo Blanca: Blanca, gobernadora. Los cuerpos sudan. El techo de lámina en La Antigua, un salón de fiestas en Tehuacán, ahoga el sopor de una tarde de por sí calurosa.
Es lunes 18 de abril, y una brecha de menos de un metro de ancho es espacio suficiente para que Blanca Alcalá Ruiz, la candidata del PRI a la gubernatura de Puebla, camine hasta el podio.
Aunque caminar no es la palabra correcta: más bien abrirse paso: más bien ir empujando. Sobre el aire flota el aroma de cientos de personas apretujadas, sudorosas, sonando matracas y ondeando banderas.
Pero Blanca no ahorra los saludos. Abraza y estrecha manos. Se adhiere a sudores ajenos. Ella: la senadora que recorrió el mundo gracias a su escaño. Ella: la que bebió champagne a un lado de la torre Eiffel. Ella: la que repasó con la mirada Los Alpes suizos. Ella: la que viajó por Panamá, Cuba, Bélgica, Aruba, España, Colombia, Brasil.
Y ahora, La Antigua.
Y ahora, el podio.
Los hombres fuertes de su campaña son ausencias. Jorge Estefan Chidiac, el presidente del Comité Directivo Estatal (CDE) del PRI, y Alejandro Armenta Mier, el coordinador de campaña, están lejos: San Lázaro, Ciudad de México.
Las críticas del búnker panista los han obligado a ocupar las curules por los que fueron electos. Por eso, Blanca está sola. El podio es repartido únicamente entre líderes priistas del municipio, casi ajenos a ella.
Líderes como Álvaro Alatriste Hidalgo, expresidente de Tehuacán. Y su esposa, Ernestina Fernández Méndez, actual presidenta del municipio.
Quizá sean las centenas de selfies, o el peso de los primeros 16 días de campaña, o la modorra del calor de la tarde, pero Blanca parece, desde el estrado, tibia.
A las porras responde apenas con un leve movimiento de mano. A los mensajes de apoyo, un ligero “gracias”.
Pero el grito no cesa. “¡Blanca, gobernadora!”: la consigna mecánica que retumba en La Antigua. Y los cuerpos siguen sudando y el calor sofoca y esta será, pese a todo, una de las más cálidas acogidas en la campaña de Alcalá Ruiz.
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El manto fino de lluvia repica sobre la tierra de la Sierra Norte. El agua se esparce a lo largo del terreno fangoso. Los campesinos llevan el lodo hasta el último resquicio de las uñas de los pies urdidos entre huaraches gastados.
El primer domingo de abril en Zihuateutla es frío. Grisáceo. Como el primer domingo de los últimos meses y de los próximos.
Un sendero de piedras y lodo conduce hasta un campo de futbol donde un par de miles de sillas metálicas y una lona son suficientes para el arranque de campaña. Y por ese sendero, Blanca Alcalá Ruiz camina palmo a palmo.
Las botas de piel. El pantalón caqui. La blusa blanca con el nombre bordado en hilo carmín. La necesaria chamarra roja. El esbozo de sonrisa. La palma de la mano sacudida levemente sobre el aire. Los cuchicheos con Jorge Estefan Chidiac. La mirada hacia las cámaras y los flashes.
Blanca pisa el campo al mismo tiempo en que un grupo de mujeres indígenas se acerca a ella para llenarla de copal. La sonrisa no cambia.
En el podio, Alcalá Ruiz distingue una capa de sombreros de palma y banderas rojas.
En el podio, Blanca Alcalá Ruiz habla como una madre: dice a esa multitud sentada frente a ella que desea cuidarla como si de su familia se tratase.
En el podio, Alcalá Ruiz quiebra la voz, en un sonido desgarrado que anuncia el llanto, aunque finalmente no llegará.
En el podio, Alcalá Ruiz observa que su discurso, el primero en dos largos meses de campaña, no ha funcionado del todo: la mitad del público aplaude; el resto la observa en silencio.
Y el manto fino de lluvia repica sobre Zihuateutla, tierra de la Sierra Norte, como llevándose consigo un abúlico arranque de campaña.
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En las pantallas del teatro del Complejo Cultural Universitario (CCU) de la capital de Puebla yace una leyenda: Visión de estado.
En las pantallas yace un rostro: el de Blanca Alcalá Ruiz.
No hay silla ni rincón vacío. Es el tercer día de campaña: martes 5 de abril.
En el recinto se concentra la cúpula priista del estado, rectores de universidades, exgobernadores, dirigentes partidistas, empresarios y reporteros.
Sobre la alfombra color vino se deslizan los tacones de la candidata priista. Saluda sin mucha prisa y acepta, sin chistar, cualquier selfie que le soliciten, aunque al momento de posar son tantas las cámaras que Alcalá Ruiz tiene que dividir los ojos mirando ésta, luego aquélla, y luego, por fin, la del teléfono celular.
La acompaña, muy cerca, el líder nacional de su partido: Manlio Fabio Beltrones. El viejo lobo de mar sonríe de manera holgada y, más tarde, sube al podio a improvisar un discurso artificioso: el aplauso es total.
Blanca lo tiene más difícil. En menos de media hora expone las que, a su parecer, deben ser las políticas públicas que rijan el estado.
Las letras en el teleprompter avanzan despacio, pero eso no impide que la candidata priista equivoque más de un par de líneas.
La voz retumba, nerviosa, hasta la última fila del teatro. Pero cobra fuerza al filo de las últimas líneas del discurso.
“¡Vamos a ganar! ¡Vamos a ganar! ¡Vamos a ganar!”
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En la Mixteca el calor se adhiere a la piel lo mismo que los mosquitos. Particularmente, este domingo 10 de abril, en Tecomatlán, al sol le ha dado por gritar más fuerte.
Eso no impide en lo mínimo que el río de gente fluya y se deslice a cada segundo hacia la Plaza de Toros La Antorcha, construida en este municipio, como tantas cosas –como casi todo–, por la organización Antorcha Campesina.
El motivo: la visita de Alcalá Ruiz.
Pero los miles de asistentes no guardan lealtad hacia la candidata priista, sino más bien hacia su líder moral-espiritual: Aquiles Córdova Morán.
En Tecomatlán, como en la agrupación campesina, las palabras de Aquiles son regla ineludible.
Quizá por ello Blanca se esfuerza tanto en hacer plática al líder de la organización, al que este mediodía le ha dado por mantenerse serio, renuente y hermético.
Entran juntos a la plaza que corea un solo nombre: Aquiles.
Al tomar el micrófono, el líder antorchista lanza un discurso áspero, diferente en casi todo a los que hasta antes del proceso electoral, Alcalá Ruiz oía desde su escaño en el Senado de la República.
Unas 3 mil voces corean lo que Aquiles dice. Y Blanca se ciñe a una libreta donde anota las palabras del líder antorchista, en las que no deja de haber reproche hacia el PRI.
Sobre las bocinas resuena, ahora, la voz de la senadora con licencia. El discurso mesurado, lento, como sopesando las palabras, parece no alcanzar entre el público el mismo ánimo provocado por Córdova Morán.
Blanca lo nota. Alza la voz. Sacude el puño en el aire. Grita más fuerte. La voz se cuartea a ratos, como rogando por un trago de agua. Y al final lo logra: las banderas rojas se agitan y la multitud corea un nombre: el suyo.
Aquí no hay selfies. Aquí no hay abrazos. Sólo los mosquitos adheridos al tacto, y la figura de Alcalá Ruiz despidiéndose rápidamente, como huyendo del calor sofocante de la Mixteca poblana.