La Quinta Columna
Por: Mario Alberto Mejía
Antes de que terminara el año, Fernando Manzanilla Prieto se entrevistó con el arzobispo Victor Sánchez para despedirse de él.
“Me regreso a San Lázaro, a mi curul de diputado federal”, le dijo.
La plática fue todo lo larga que el hipócrita lector pueda imaginar.
La iglesia y el poder siempre han ido de la mano en la historia del mundo.
Los ejemplos abundan.
De ahí el simbolismo de este encuentro.
La iglesia ha envejecido brutalmente, pero aún quedan interlocutores válidos.
Es el caso de don Víctor: dueño de una cultura envidiable y una gran sensibilidad.
Las horas con él pasan pronto.
Ha sabido construir una buena relación con el gobernador Miguel Barbosa Huerta.
Y antes la dejó firme —pese a sus diferencias— con Rafael Moreno Valle.
(Los padres de éste fueron quienes operaron exitosamente).
Con Martha Érika Alonso las cosas fueron diferentes.
Con ella sí construyó una relación de gran confianza.
Habrá quien critique al arzobispo por sentarse con todos.
Habría que elogiarlo por esa capacidad de diálogo.
Cuánto urge en estos tiempos.
Fernando Manzanilla, pues, fue a despedirse de él.
¿Cuándo se irá de Gobernación?, se preguntan todos.
Es claro que está esperando el mejor momento.
No hablamos de un aficionado.
Fernando ha estudiado en dos universidades: en la de Harvard y en la de la vida.
Gracias a la segunda ha aprendido a esperar.
No fue fácil trabajar al lado de Moreno Valle.
No ha sido fácil hacerlo con Miguel Barbosa.
Con los dos vivió temporadas cálidas llenas de afecto y conversación.
Y en los dos casos sobrevino el frío.
Un helado frío con abrigos largos y bufandas anarquistas.
Manzanilla tiene un reloj suizo con el que mide el tiempo.
Ese reloj le dice cuándo hacer maletas y cuándo deshacerlas.
Todo mundo sabe que hoy vive como los moros en Granada durante la embestida de Isabel la Católica.
Su oficina está amurallada ante los embates cotidianos.
Primero perdió a sus subsecretarios.
Luego cayeron los delegados.
Hoy sólo tiene en las manos su reloj suizo.
Todos los días llegan mensajes ominosos.
La neblina ha cubierto su entorno.
Los tambores de guerra suenan todo el tiempo.
Fuera de su secretario particular y de un par de colaboradores, está más solo que una higuera en un campo de golf.
Le queda un volcán en su radar: el Popocatépetl.
Todos los días, invariablemente, da cuenta del estado de sus latidos a través de Twitter.
Él y ese volcán tienen en común algunas cosas: los fuegos nocturnos, los silencios, la capacidad de no moverse.
Y un gesto —aparentemente apacible— que no cambia a pesar del paisaje.
¿Qué pasó entre el gobernador y Manzanilla?
¿En qué momento se acabó la confianza?
Político profesional, experto en señales y claves ocultas, Miguel Barbosa detectó movimientos extraños en Gobernación.
Lejos de los rumores y los chismes, recurrió a los datos duros y al olfato que lo ha llevado a transitar por las cimas del poder federal y estatal.
Cruzó esos datos y concluyó que Fernando tenía su propio juego.
En ese momento se acabó la confianza.
Y un duro invierno se fue a vivir a esa relación.
Todos los días hay agoreros que dicen que ahora sí se va, que el final es inminente.
Como los moros en Granada, Manzanilla tiene un reloj con el que mide las horas.
Y una liga también.
Una liga que estira todas las noches a la hora en la que el Popo saca su lengua de fuego.
Olvida algo: que el gobernador, como el Popo, tiene su propio control de los tiempos.
Y es que sabe en qué momento lanzar piedras y fuego y humo, y todas esas cosas que escupen los volcanes cuando hacen erupción.
El reloj del gobernador no es suizo.
Es, si acaso, un reloj construido a su paso por la Presidencia del Senado.
En él mira los días, las semanas y los meses.
En estos años nos ha mostrado que lo suyo son tres cosas: la fe, la voluntad y la tenacidad.
¿Alguien lo duda después de la cruzada que encabezó entre 2017 y 2019?
Quizás cuando Manzanilla monitorea al Popo está monitoreando en realidad al gobernador Barbosa.
La duda que mata es si lo sabe o no.