Es común ver a los niños pequeños que mientras juegan con otros niños de su edad, los golpean, y quien llora es el agresor. En medio del llanto se voltea a ver al adulto e indicia a quien tiene enfrente como el responsable de la agresión, y él se coloca en el lugar de la víctima. En un juego, ya para niños un poco más grandes, vemos reminiscencias de esto. La ronda en la que cantamos “…yo no fui, fue Teté, pégale, pégale, que esa merita fue”, justo con el dedo acusador, tocando los hombros de los jugadores, deja al presunto azar el juicio y la condena contra quién fue en realidad, porque Yo no fui.

Ya más grandes, cuando sostenemos conversaciones, salvo en algunas ocasiones, es común escuchar que las personas hablen en plural o incluso, y esto es más frecuente, utilicen la tercera persona: “…como cuando tienes sueño, ves que haces…”. Cuando en realidad se está queriendo decir: “cuando tengo sueño hago…”.

Estas viñetas de la vida cotidiana quizá nos pueden ayudar a comprender que la conformación del Yo es algo complicado. Es un asunto que siempre ha inquietado a la filosofía, desde luego al psicoanálisis y claro está, más recientemente, a las neurociencias.

Para el psicoanálisis y en concreto para Sigmund Freud el Yo es un objeto, una arena, en donde se gestan las guerras del Ello —que es un reservorio de las pulsiones sexuales y de muerte— y del Super-yo —la instancia moral encargada de castigarnos e imponer la severidad de la ley—. Este es un conflicto permanente, que no da tregua. Por momentos la persona puede sentir que todo lo puede, que todo lo merece y que el mundo está puesto para la satisfacción de sus deseos. Pero luego es castigada, internamente, por esa voz que le dice que lo que acaba de hacer no es lo correcto, no está bien. El trabajo en la clínica nos muestra que es precisamente el Yo el semillero de la angustia.

La proliferación de “yos” hace que las personas naveguen entre el determinismo y un ideal que no logran alcanzar. Ante ciertas situaciones dicen y se dicen que no tenían de otra, no podrían haberlo hecho diferente. Y en otras circunstancias aseguran que pudieron-debieron hacerlo mejor.

Ahora bien, ¿por qué al hablar del Yo lo hacemos en tercera persona, tal y como está en los ejemplos arriba expuestos? Porque el primer paso para la conformación del yo es la identificación, la madre —como función, no necesariamente como persona biológica— le va explicando el mundo y las sensaciones y sentimientos al bebé: “Llora porque está cansado…llora porque tiene hambre…ya se aburrió”. Entre los seis y los 18 meses de edad, existe un periodo denominado “Estadio del Espejo”. El bebé mira una imagen que es la suya y es a la vez la de otro, por eso al pegarle a otro niño cree que el agredido es él y rompe en llanto. El otro, el que está enfrente es él, tal y como se lo dice su cuidador cada que lo lleva al espejo: “Esa cosita bonita que está ahí, eres tú”.

Lacan asegura que “el hombre contemporáneo cultiva cierta idea de sí mismo, idea que se sitúa en un nivel semi-ingenuo, semi-elaborado. Su creencia de estar constituido de tal o cual modo participa de un registro de nociones difusas, culturalmente admitidas. Puede este hombre imaginar que ella surgió de una inclinación natural, cuando de hecho, en el estado actual de la civilización, le es enseñada por doquier”.

Si el Yo fuese único y “verdadero”, para dar sustento a la frase tan común pero tan insostenible de “tu verdadero yo”, las personas podrían hacer una sola cosa, hacer lo mismo siempre igual, decir siempre lo mismo y eso quizá sólo se ve en las psicosis. Hablar de mostrarse “tal cual eres”, es muy riesgoso. Porque quizá el Yo más sano es el inconsciente, y pocas personas estarían dispuestas a lidiar con (E)llo.

 

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS PUEBLA

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