La despedida del Papa Francisco en Roma resonó a nivel mundial. Más allá de lo simbólico, dejó claro su compromiso con los más débiles y marginados.
El pontífice latinoamericano, “venido del fin del mundo”, nunca buscó agradar a las élites políticas o económicas. Su preferencia fue siempre por los heridos sociales.
En medio de batallas culturales y cambios de época, Bergoglio eligió caminar con los descartados. Su motivación: la dignidad humana, base del misterio teológico más profundo.
Ninguna crisis, por compleja que sea, debe colocar los intereses temporales por encima del valor de la vida.
A diferencia de los discursos vacíos y agendas de poder, Francisco optó por gestos concretos y un humor bondadoso.
Muchos gestos generaron sorpresa. Como cuando besó los pies de líderes sudaneses en un llamado a la paz, o cuando visitó familias migrantes en Roma.
Algunos actos fueron secretos, como ayudar con limosnas a trabajadoras trans durante la pandemia, o responder a cartas de personas alejadas de la fe.
El legado de Francisco no se mide por reformas estructurales, sino por su cercanía con los olvidados y su voluntad de sanar heridas profundas de la humanidad.
El mundo católico y más allá reconoce su paso como un testimonio auténtico de compasión y humildad.