A medio siglo de la noche que marcó a la demarcación, Julián González, uno de los sobrevivientes, confía en la “justicia divina”.
Por: Guadalupe Juárez
Sí, era el comunismo lo que les aterraba. Sí, se ofendieron porque les dijeron que quisieron izar una bandera rojinegra en la iglesia del pueblo, lo más sagrado para ellos.
Pero de los dos mil habitantes de San Miguel Canoa que participaron en el linchamiento, algunos creyeron que las personas que molían a golpes y mataban a machetazos eran los responsables de los robos de ganado registrados días antes de esa noche del 14 de septiembre de 1968.
Y eran ellos que, aterrados, veían cómo su vecino, su familiar o conocido, tomaba justicia con sus propias manos.
“Pensaban que eran ladrones, querían darles una paliza, pero no al grado de matarlos dramáticamente”, consigna El Heraldo de México en sus páginas tres días después del linchamiento que ocasionó la muerte de cuatro trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla y un campesino que intentó ayudarlos.
Los testimonios reunidos por la entonces Policía Judicial del Estado no señalaban a nadie en específico como partícipe de la masacre.
Los diarios nacionales y locales tacharían a los pobladores de San Miguel Canoa como fanáticos que ciegos a su fe y a las palabras de un párroco, los llevaron a asesinar a cinco personas y golpear a aquellos que intentaron ayudarlos.
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Era la noche del sábado, ya hace 50 años. Pedro García García, de oficio pintor, habitaba en el Centro Histórico de la ciudad de Puebla, pero ese día decidió ir a San Miguel Canoa a “cobrar unos centavos” junto a sus sobrinas Josefina y Ángeles, y su amigo Odilón.
Pedro relata, días después de los asesinatos —entre ellos el de su pariente— la historia de lo que pasó ese día al agente primero del Ministerio Público, Isauro González.
Le dice que él iba a dormir con su familiar Lucas García, que se encontró a los trabajadores de la UAP y le pidieron asilo, que él los llevó con Lucas, que todos estaban “charlando tranquilamente” en su casa, que eran las 20:45 horas.
Minutos después, las campanas de la iglesia repicaron, la voz de un hombre alertaba la llegada de un grupo de estudiantes con “propaganda comunista”, “que había que matarlos o de lo contrario vendrían más”.
La turba —continúa con su relato— llegó a la casa de Lucas, ubicada en la cuarta sección número nueve, lanzaban insultos, querían que les entregaran a los comunistas si no entrarían por ellos, se escucharon disparos, las balas atravesaron las paredes, con los machetes abrían la puerta.
Lucas fue asesinado de un machetazo en la cabeza. Pedro, aterrado, logró disfrazarse de campesino, salir por la puerta de atrás y confundirse entre la muchedumbre que golpeaba y masacraba a los trabajadores de la UAP. Lograría llegar a Puebla y avisar a las autoridades de lo que había sucedido.
El martes 17 de septiembre de 1968, los diarios locales publicarían que el procurador General de Justicia del estado, Ignacio F. Marquet, prometía que la dependencia a su cargo “procedería enérgicamente contra quien resulte responsable de los hechos”.
Pero la justicia, tal vez, nunca llegó.
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Para Julián González Báez, uno de los sobrevivientes, aunque identificaron a los principales incitadores del linchamiento —cuando le cortaron una mano con un machete— quedó impune.
Dice —para Milenio Diario— que la esposa de Lucas dio todos los nombres de los que asesinaron a su esposo, a los que llamaron al pueblo para ir por ellos a su casa, quienes golpearon y mataron, pero que luego de unos años en la cárcel fueron liberados.
Ni siquiera el castigo alcanzó al párroco Enrique Meza, señalado como autor intelectual de la agresión; después de un año de la masacre, fue trasladado a otra parroquia.
A 50 años de distancia, Julián confía en que sí llegará la justicia, que cada uno será castigado.
“Tengo la certeza de que hay un Dios, sean hermanos católicos, hermanos cristianos, creemos en un Dios, creemos en una justicia divina, entonces cada quien, cuando llegue el momento, va a ser castigado o premiado según su hecho”, dice a sus 75 años, con el recuerdo intacto de quienes le hicieron daño, pero también de quien le salvó su vida aquella noche que cambió a Canoa.