Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

Estábamos a punto de subir al avión y de pronto reconocí, entre la multitud de pasajeros ansiosos, una cara familiar.                     

Como siempre, al momento en que uno cree identificar a alguien conocido en un lugar tan concurrido como lo es el bodrio/obsoleto aeropuerto de Ciudad de México, se hace internamente toda clase de preguntas. ¿Es un famoso? ¿Es actor? ¿Es un escritor que habré visto en alguna solapa? Ya sé, es un cantante. No, da las noticias. Es un tuitstar. Qué ansiedad.

            La mayoría de las veces nuestra habilidad para el reconocimiento facial nos falla deliberadamente y terminamos aceptando con desilusión que aquel que creíamos una estrella, es nada más el vecino que por azares de la vida y de los algoritmos, tuvo a bien reservar el mismo vuelo que nosotros.

            Me ha pasado, por ejemplo, que veo a alguien en, digamos, Veracruz, y aseguro con la inocencia de un niño que es alguien famoso, pero nunca doy quién es. Luego resulta que a los dos meses me lo encuentro en Wal-Mart de San Manuel y ya en ese contexto uno hila los puntos y dice: ¡ah, es este imbécil!. Una pena.

            Apuesto a que les ha pasado: van por el zócalo caminando y respirando el delicioso smog del Turibús y el tufo de orines poblanos cuando de pronto, se encuentran a alguien que camina en contra. Se miran. La memoria comienza a trabajar en un milisegundo. Falla, por supuesto. Esquivan la mirada, hay inseguridad, pero finalmente uno sucumbe y vuelve a buscar los ojos y presos de la mente sonreímos, asentimos y decimos un estúpido “Hola, hola”. Es un terror. Después del incómodo instante cada cual sigue su camino forzando la sonrisa y preguntándose “quién demonios era”.

            La incertidumbre mata los días que vienen. Uno le cuenta a quien más confianza le tiene, hace uso de una descripción inútil que solo acrecienta la duda. Incluso uno considera usar los servicios de un artista del retrato hablado.

            De pronto un buen día vamos a nuestro bar de confianza y llega, ataviado con pajarita y delantal (así se uniforman en mi bar local) el mesero de toda la vida y nos saluda. Tenemos una regresión y finalmente concluimos: Ah, es el del otro día.

            En otro caso igual de vergonzoso, debo admitir que pasé cinco años con una duda inmensa. Un día fui a poner una denuncia a la Procu y quien me atendió -bastante amable, debo decir- se me hizo conocidísimo. Jamás adiviné su identidad o la razón por la que sus facciones me eran familiares. Un día fui a mi taquería preferida, localizada en El Carmen, y mientras me engullía una gringa sencilla, el maestro parrillero se quitó el gorrito en forma de barco de papel y casi me atraganto el bocado. ¡Era él! El mismo señor de la Procu, que por las noches, cual superhéroe, se convertía en el mejor taquero del mundo. No me aguanté y se lo conté al final. “Es que en el día soy una persona normal. En las noches me convierto en taquero”

            Hay elegancias y esa.

            En fin, salvo que tengamos las facciones de Sir Winston Churchill o el porte de José José, somos nosotros y nuestro contexto.

            Pero bueno, ¿en dónde estaba?

            Estábamos a punto de subir al avión y de pronto reconocí, entre la multitud de pasajeros ansiosos, una cara familiar. Mi mente comenzó a girar, la memoria a fallar, como siempre. Quién es, quién es. Era un señor, pasaba de setenta pero se me hacía que era algo así como un actor. La fan quinceañera y kitsch que todos llevamos dentro comenzó a despertar en mi, preparé la cámara, saqué la pluma y la libreta para pedir el debido autógrafo y luego caí en cuenta. Ah, es este fulano. El mismísimo Arturo Montiel, priista de buena cepa y prócer de la corrupción mexicana, viajando entre los mortales.

            Guardé la pluma y apagué la cámara.

            Me acordé de Germán Dehesa y pensé en qué hubiera hecho él si se lo hubiera encontrado de frente. Como sabrán, durante más de ocho años, hasta su muerte en 2010, Dehesa terminaba sus columnas preguntando: ¿Qué tal durmió?, ironizando la ineficiencia de la justicia mexicana, específicamente refiriéndose a la impunidad en la que vivía el exgobernador y ex aspirante a la presidencia de la República.

            Nos paramos detrás de él y con la intensidad suficiente para que escuchara, fingí preguntarle a M: ¿Qué tal dormiste, María?

            Montiel giró la cara y nos miró con el filo del ojo. Va por ti, Germán.

            Seguiré contando.

***

Post Scriptum

Te iba a felicitar en tu cumpleaños pero me quedé sin gasolina.

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