Por Pedro Ángel Palo / @PedroPalou

¿Es posible repensar México? ¿Reimaginarlo? Vivimos un momento de crisis de sentido en el que, curiosamente, estamos urgidos de significados. ¿Cómo emancipar a México de sus clichés, para abrirlo, cuestionarlo? ¿Cómo distribuir sus sensibilidades sin exclusiones, sin elisiones, sin borrar, silenciar, ocultar, fingir? Quizá no se trata ya de encuadrar a México sino de desencuadrarlo, sacarlo de lugar.

Vivir México. No en México. Relocalizar el lugar, desterritorializarlo para que sea, más que una cartografía, un reto en su diversidad conceptual.

Una primera operación democrática de la imagen, qué duda cabe, requiere ponerlo en plural. Méxicos: muchos, contrapuestos, repuestos, expuestos, opuestos. Un solo nombre no puede designar muchas realidades. Necesitamos los nombres de los Méxicos. Podrían ser, por ejemplo, estos verbos a los que aluden las mejores imágenes de Mexicanismo, la revista, que ya implica en el superlativo de su título que hay un demasiado, un exceso que no hemos sabido representar porque una y otra vez hemos querido un único México, y en nuestro sueño de unidad hemos ejercido el peor de los errores, el de la ceguera de los otros, los múltiples, los que no caben, los Méxicos que, ah caray, se nos desbordan por todos lados y que nos saben a nueva sensibilidad ahora sí por colectiva, por inacabada, por incompleta.

No se trata de viajar al México profundo, pues todos gozan de diversas superficies y texturas. No se trata de la soledad de un laberinto, pues no hay centro, no hay nada que descubrir oculto, inaccesible. No, los demasiados México que fuimos, que estamos siendo y que seremos allí están, nomás hay que voltear a verlos. ¿Cómo insertarnos entonces en una nueva subjetividad colectiva que no cercene, que no corte, que no clausure, sino que abra y multiplique?

No pretendo sugerir aquí, claro, que se trata de negar las dificultades, las tensiones, los desequilibrios y las injusticias. Resolver las diferencias no puede hacerse si se las aplaza, si se las difiere en pos de una falsa armonía. Hay que ver los problemas e intentar sentirlos, pensarlos, intentar resolverlos.

El México mestizo, sí, pero también el México indígena. El México urbano, sí, pero también el rural. Y el de los cinturones de miseria y el de la costa y el de la montaña. El de los tarahumaras, pero también el tzotzil. El de los pueblos fantasmas que han sido abandonados por los que se han ido a buscar del otro lado lo que este otro no pudo ofrecerles. Y el de los que regresan de allá, un año o toda una vida después.

El de la casa de cartón y lámina de asbesto, también y el de La bestia, el tren de  los centroamericanos que también nos cruzan. Mientras México siga siendo sólo ruina y nostalgia será también aplazamiento y vacío. Repetición obsesiva, aparición de fantasmas. Los Méxicos también irreconciliables pero coexistentes. Mientras para muchos México signifique hambre, nos faltará todo. Y, como me dijo alguna vez Ricardo El Finito López: hambre no sólo de comer, sino de hacer y de ser. Otros dos verbos imprescindibles. Mientras haya tantas y tan variadas injusticias habrá quien ajusticie. No se trata sólo de tener un Estado de Derecho, sino que el derecho al Estado sea un bien de todos y que a nadie se le niegue.  Barriga llena, corazón contento. Es cierto y es inaplazable. Se trata de bailar con pasión, o de jugar también con seriedad, que es como juegan los niños, o de tejer muy fino, una trama que nos contenga sin aprisionarnos, que nos una liberándonos por distintos, por enriquecidamente diferentes. Hay que sembrar pero no para aplazar, ya estuvo bueno de utopías, hay que soñar, sí, pero para despertarnos de una buena vez sin pesadillas. Abandonar, acampar, acariciar. Leemos.  Sí, pero también admirar, y amar y amenizar.

Un niño lee, sentado en una paca, otros más ríen. Está muy bien. Gritamos paz, es cierto. Pero no la paz de la calma chicha, no la paz de los regímenes sin democracia y sin participación. La paz del que se calla no nos sirve. Nos sirve la paz del que encuentra su lugar porque tiene oportunidades. Otro verbo posible, entonces, sería gobernar, pero para todos. Urge un estado transparente, con el que se pueda dialogar, que devuelva con acciones y no con palabras las demandas sociales. Una democracia participativa, no solamente electoral; una distribución más equitativa de la riqueza, el reconocimiento de la enorme hipoteca social sobre la que se ha construido el México moderno. Instituciones sólidas, de servicio –lo mismo de seguridad que de trámite–, fin a la impunidad.

Dice el historiador Mauricio Tenorio que hay que cuestionar el mestizaje sin olvidarnos que: “…el mañana es mestizo porque es futuro. No hay otro. Dotémoslo de contenido. Lo que no es futuro es una ideología mestizofílica pensada ya como la gradual homogeneización étnica o cultural sin ningún contenido de bienestar social, ya como el adorno indispensable de un mercado identitario mantenido en total y absoluta desigualdad económica. Tampoco es futuro el cultivo constante de las diferencias civilizacionales en una región cuyos destinos ya son uno”.

Se puede anochecer, pero no sin arriesgar, añorar y atardecer, pero sin dejar de avanzar. Hay que caminar, y cantar y celebrar, pero sobre todo coincidir (aunque se necesite chismear para llegar a esos consensos) para crecer y cultivar y cruzar las aguas de este presente.

La identidad no es un rígido dato inmutable –como afirma Claudio Magris–, sino que es fluida; un proceso siempre en marcha en el que continuamente nos alejamos de nuestros propios orígenes, como el hijo que deja la casa de sus padres y vuelve a ella con el sentimiento y con el pensamiento; algo que se pierde y se renueva, en un incesante desarraigo y retorno, en una constante asimilación de lo mejor de lo ajeno para juntarlo con lo mejor de lo propio. Quien mejor ha expresado el amor a la patria, siempre pequeña y siempre grande, no es quien celebra bárbaramente el terruño y la sangre, olvidándose que esta es siempre –oigámoslo bien– siempre mestiza, sino quien ha tenido la experiencia del exilio, del destierro, de la pérdida y ha aprendido que una patria (y una matria) y una identidad no se pueden poseer como se posee una propiedad.

El amor a las propias raíces necesita insertarse en un horizonte universal. O para seguir con el escritor italiano que tanto nos puede ilustrar a los mexicanos del siglo XXI, la derrota en casi todos los países del orbe de los totalitarismos políticos –cualquiera sea su color– no excluye la posible victoria de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover –a través de mitos, ritos, consignas, representaciones mediáticas y figuras electrónicas– la autoidentificación de las masas, consiguiendo que el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno y lo impongan a través de encuestas de popularidad, chantajes económicos y escenarios catastrofistas.

Cada vez tendremos que usar más la razón para defendernos de las formas racionalizadas de dominación, como la utilización política de los sondeos como instrumento de la demagogia racional. El totalitarismo ahora no se confía ya en las fallidas ideologías fuertes, ni en las logradas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles promovidas por el poder de las comunicaciones. ¿Cómo leer México sin nublar la vista de un horizonte que no se agote en la agobiante identidad? ¿Cómo transmitir y tranquilizar sin ansiedad?

El pasado no sólo debe estudiarse, o recordarse, sino criticarse. La impunidad de ayer es la corrupción de hoy, de la que todos somos responsables. Hay que ver, también, todo lo que hacemos bien, lo que funciona, lo que nos ha servido en estos siglos de construcción de un país que es muchos países. Nación heterogénea, totalidad contradictoria.

Este momento nuestro implica y requiere un punto de viraje, una torsión presente. Implica vernos, reconocernos. No por distintos incomprensibles. Mejor aún, comprensibles por diversos. Si podemos volver al pasado, pero no para aplazar el presente, que es nuestro único tiempo. La historia de México no puede convertirse, otra vez como en todos los regímenes de sentido que nos han precedido, en metáfora, en símbolo de sacrificio ritual o estaremos condenados a repetirnos sin dar el salto definitivo a una sociedad abierta, crítica, verdaderamente democrática, parlamentaria que reconozca su pluralidad y aprenda a vivir negociando con todas sus patrias: la izquierda, la derecha, la del centro; la indígena, la mestiza, la del capital extranjero; la vieja, la nueva y la que aún no tiene rostro; la del norte, la del sur, y la del centro. El México silencioso que describe con lucidez Claudio Lomnitz,  el que nunca hemos oído ni ha participado en la esfera pública, que no ha hecho opinión pública porque nunca ha sido élite; el México plural, diverso y que sale a la luz en las peores crisis sigue allí mostrando las fisuras del nacionalismo y su identidad de cartón-piedra.

El poeta zacatecano Ramón López Velarde nos retrató en un poema que se recitó tanto que dejó de tener sentido, pero al que ahora yo vuelvo, su Suave Patria:

 

Suave Patria: te amo no cual mito,

sino por tu verdad de pan bendito;

como a niña que asoma por la reja

con la blusa corrida hasta la oreja

y la falda bajada hasta el huesito.

 

Inaccesible al deshonor, floreces;

creeré en ti, mientras una mejicana

en su tápalo lleve los dobleces

de la tienda, a las seis de la mañana,

y al estrenar su lujo, quede lleno

el país, del aroma del estreno.

 

Como la sota moza, Patria mía,

en piso de metal, vives al día,

de milagros, como la lotería.

 

No podemos seguir viviendo al día, y para eso debemos vivir México sin mitos, con verdades,  pero incluso mejor: cuando afirma el poeta saber la clave de la dicha, de la felicidad futura de ese México que nosotros nombramos en plural: ser siempre igual, fiel a su espejo diario. No nos equivoquemos en la interpretación: no se trata de fijarse, petrificada, no se trata de ser igual al presente que instaura la identidad múltiple, entendida como estado de código desde el cual es posible interpretarnos y encontrar esos mínimos comunes múltiplos que son más que un contrato social, una democracia posible por incluyente y propiciadora. Proyecto de futuro, sí, pero no por ausente, sino porque se labra en la superficie del día a día, como los hombres y mujeres, las niñas y los niños, los viejos y los recién nacidos que desfilan en estas páginas y que nos muestran, acaso, que este país, el nuestro, es una casa de los espejos: cóncavos y convexos y que las fuerzas a veces centrípetas y algunas centrífugas que nos mueven con la condición misma de nuestra posibilidad, de nuestra existencia. El nuestro, como sabía López Velarde, sí es un mutilado territorio, pero no tiene por qué ser una cobija deshilachada, sino un sarape que nos cubra a todos, protegiéndonos en lo que nos distingue. Una sensibilidad nueva, contradictoria y rica, múltiple y cambiante se antoja posible. En lugar de la piedra la arena, en lugar del monumento, la rapidez de la nube y el reflejo multiplicado del agua.  No que todo México sea territorio de un proveedor de señal telefónica, sino de todos los mexicanos.

Ya lo dije pero lo repito. Los Méxicos que queremos ser implican la participación ciudadana y su involucramiento en la vida política, transparencia y rendición de cuentas –acceso a la información y auditoria del gobierno– en un Estado de Derecho que no sea un estado de excepción y de guerra. Donde no haya facultades extraordinarias sino apego a la Constitución. Esa es la paz que queremos, esa es la democracia que nos empeñamos en buscar.

Reinventemos nuestras ciudadanías, nuestros Méxicos. No el país de uno, por favor, sino el país de todos. No el otro México, sino los otros, los muchos, los inagotables, los cambiantes. Los que nacen y los que mueren. Todos los Méxicos. Volver a zapatear sí, pero no la misma senda, sino otra, más promisoria.

Necesitamos vivir felices todas las patrias.

 

 

 

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