La Loca De La Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
En tiempos electorales lo que más hay que preservar es la prudencia. Sobre todo si perteneces a un partido político. Más aún si ese partido político se está descarrilando.
Uno puede ser un desarraigado. Uno tiene el legítimo derecho de repudiar el pueblo en el que nació. Uno puede, sin tener que dar mayores explicaciones, dejar sus excrecencias en la alfombra de la sala familiar. Uno puede, incluso, mearse en una estatua.
Cuando alguien sale de su pueblo con miras de prosperar en la capital hay de dos sopas: triunfar y volver al terruño sólo de visita para ser el hijo pródigo al que los parroquianos detienen a saludar y elogiar, o fracasar y regresar al arrullo sereno del jardín central.
Pero hay una tercera cucharada de estas sopas: no alcanzar el éxito soñado, y negarse al retorno provinciano para evitar habladurías.
Por otro lado, el que vuelve como se fue, pasa de noche. Restablece sus actividades llanas y apacibles: tomar el café en los soportales y asistir a reuniones en casa de los amigos de infancia. La vida pueblerina se retoma sin mayores exabruptos mientras se vuelva con un gramo de humildad.
El desarraigo no es un tema de “mala sangre”, ya que éste se puede dar por muchos factores.
Alguien que nace en la abrupta serranía y que escapa de ahí durante la primera infancia no tiene por qué añorar su tierra.
El pueblo se extraña cuando hay a quien extrañar. Cuando las raíces son profundas y rancias. Cuando los amigos esperan. Cuando se fue parte de una comunidad. Cuando se caminó sus calles. Cuando se comió en sus mercados. Cuando se hizo de su templo un lugar de paz. Cuando existen abuelos o tíos o padres que vivan en él. Cuando los hijos nacieron ahí.
Eso es lo que se conoce como querencia.
El amor al pueblo está estrechamente ligado al amor a su gente. A la empatía que se llega a dar con el carnicero o el dueño del estanquillo. Con el cura, con los maestros.
Esto viene a cuento por el escándalo que se dio en Puebla a raíz de los desafortunados comentarios que hizo la exdiputada Nancy de la Sierra en un programa de radio por internet, en el que dijo que “odiaba” a los teziutecos (ella es de Teziutlán) “porque no entendía su lógica”.
El director del programa intentó amortiguar su tropiezo preguntándole si a los que “odiaba” eran a los que no habían votado por ella en las pasadas elecciones, en las que salió ganador Juan Pablo Piña.
Ella, con una seguridad pasmosa repitió que no, que odiaba a todos.
En defensa de los desarraigados y de las personas que no nos rasgamos las vestiduras por enarbolar las buenas y malas costumbres de nuestros pueblos natales (porque cada quien tiene sus razones) cito al escritor Thomas Bernhard, quien fuera el más duro crítico de Salzburgo (pueblo en el que creció, se enfermó y padeció los horrores de la guerra). Tantas reservas tenía con los vieneses y los salzburgueses que en su testamento dejó una cláusula que escandalizó al mundo del teatro: pidió que ninguna de sus obras se podían representar en Viena después de su muerte…
Con base en las experiencias personales de cada quien podemos ver al pueblo más hermoso y pintoresco como un lugar que nos duele, como un sitio al que no desearíamos volver.
Bernhard decía de Viena: “La belleza como reputación de un país es sólo un medio para hacer sentir con intensidad despiadada su vileza y su irresponsabilidad y horror, su estrechez y su delirio de grandeza”.
Fin de la cita.
Evidentemente una priista que ha hecho gala de cierta personalidad anodina, jamás hubiera podido expresar de esta manera la aversión a su pueblo.
¿Tiene derecho a sentirlo?
¡Por supuesto!
Pero hay una pequeña diferencia entre un desarraigado común, al caso específico de Nancy: ella ha pedido el voto. Ella brincó de una carrera periodística harto gris a una vida política tibia y desdibujada.
Conclusión: cualquiera puede mentar madres de su gente, de la cerrazón provinciana y de la mente estrecha del vecino.
Todo eso se vale mientras no se aspire a un cargo (o se participe de una campaña) en la que el pueblo, al que se abomina, elija.