Figuraciones mías

Por: Neftalí Coria

 

La casa de la escritura

 

Muchas veces escribo a tumbos y no sé bien lo que me propongo decir. Escribo como una obligación, bajo un compromiso con alguien en mí que me da órdenes. Voy a la escritura como a una casa que desconozco todos los días y en ella he de encontrarme de nuevo para después olvidarme de mí. Y me olvido de mí como quien se quita la camisa y se tira al agua y se hunde y abre los ojos y siente el frío en todo lo que mira bajo el agua, en ese mundo lento, acuoso, muy parecido a algunos de mis sueños donde me ahogo. Qué fácil es olvidarme de mí cuando escribo lo que escribo, qué fácil es olvidarme de mí, ahora que estoy escribiendo. Es como si muriera y tomara otra vida y en ella –por juego, por costumbre de mentir– viviera, o como si yo fuera una mentira, o como si fuera alguien que no existe y se debe inventar otro porque no cabe en sí mismo, o porque es alguien que se odia tanto que no cabe en la región del amor que también en él vive. No soy quien creo ser, me asegura la escritura, ni seré quien desearía a la hora de escribir. Escribir es lo más cercano a ser nadie. Y vienen como de bajada las preguntas: ¿Por qué escribir entonces? ¿Por qué seguir en ese vicio de escribir aunque no quiera? Es como una maldición de la que no saldré nunca y a la que estoy condenado por mí, o por ese otro que soy cuando camino por la calle, cuando miro el cielo y siento asco del mundo, o cuando veo la gente horrible que va por la calle como cosas horribles. O cuando los coches –ese único paisaje– pasan y pasan y parecen todos ir a un sitio importante del mundo pero no, siempre van a cualquier parte, a cualquier cosa; a nada van muchos.

 

No se escribe por amor a nada, ni se escribe porque se tenga compasión del mundo, tal vez se escriba por un desasosiego permanente, porque se vive en un desequilibrio en el que nadie puede dar pasos firmes y no estar al borde de la caída. Y se escribe para no caer, para no desbarrancarse, por miedo –finalmente– creo que se escribe, por miedo a morir, por miedo a la vida, por miedo de saber que de verdad no soy nadie. Y muchas veces al llegar a la casa de la escritura me reconozco como aquel que fui y no volveré a ser nunca, como aquel que se fue de mí para siempre y no hay –de verdad no– manera de que vuelva, ni con las palabras que un día creí que todo lo pueden. No es cierto, las palabras no me devolvieron nada de aquello que perdí, por el contrario, lograron hacerme olvidar lo que al escribir se abandona.

 

Otras veces, al llegar a la casa y mirar lo blanco de la desierta página, me llega una alegría infinita porque al fin diré aquello que me ardía en las manos, en esas otras manos que aguardan el momento de soltar palabras, como se sueltan pájaros desde un balcón matinal. Y se yergue la blancura cuando quiero escribir en días como hoy, hasta creo verla reírse de mi desconcierto. Hay días que la obligación se convierte en agua en la boca y se abre por sí solo el cuaderno sin que yo nada pueda hacer para mantenerlo con las paginas cerradas. Se abre impúdico y me pide que escriba como si el de la necesidad fuera él. Con los años he aprendido a tener calma porque sé que eso lo hace para confundirme, para verme sobre su blancura, desesperado, creyendo que algo al centro de la página me necesita. Muchas veces así logró engañarme, pero hoy que somos viejos conocidos, que conocemos la mayor parte de nuestros juegos, de nuestros trucos y quizás la mayoría de nuestras trampas que son tan necesarias. Somos algo así como compañeros de trabajo, esposos que se odian o matrimonio de inseparables hermanos sembrados en el tedio.

 

Y todos los días llego a la casa de la escritura y cada día la blancura es distinta. Hoy por ejemplo, he venido aquí y veo a mi padre (que hoy 23 de mayo cumple nueve años de haberse marchado). Está sentado leyendo el periódico con la atención que leía. Lo veo levantarse a comer y con aquel inmenso gusto, morder una tortilla y un pedazo de pierna de pollo. Lo veo reírse, lo veo decir que este país no tiene remedio, que ya no podrá componerse, que hemos hecho pedazos el país. Lo veo y vuelvo a creer en la sabiduría de los hombres, en que hay hombres que quisieron lo mejor para el mundo y que vivieron con el tiempo suyo, con aprecio. Veo a mi padre, Leopoldo Coria Mejía, mirar a María, su amada. La ve sentada en una silla en el patio con una tela que cose a mano. Y yo los veo en esta casa que nunca será mía, en esta casa de escribir, en esta casa construida con la dura piedra de las palabras. Veo a mi padre y a mi madre, mirar por la ventana muy lejos, los veo y los veo, hasta que desaparecen. Y la página sigue en blanco, con ligeras manchas de la tinta humana que los ojos no pueden ver. Cierro el cuaderno contra su voluntad y lo arrojo contra el muro de libros que tengo enfrente. Lo veo allí, vencido, pero con la blancura indemne. Me mira el cuaderno, por lástima lo levanto y lo guardo sobre el escritorio; lo siento temblar, lo oigo llorar y me alejo, porque él nunca hizo nada por mí mientras lloraba yo. Y me marcho de esta casa, hasta que deba regresar, pero eso nunca lo sabré, tal vez hasta que la vida me devuelva lo que he creído que es mío, o hasta que me lo arranque de verdad y para siempre.

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