Por más de un siglo, esta tradición ha estremecido corazones y unido almas en uno de los actos de fe más sobrecogedores de Puebla.

Bajo un sol inclemente que parece fundirse con el fervor de la multitud, los pasos pesados de los engrillados retumban en las calles empedradas del corazón de Atlixco. Con cadenas atadas a sus tobillos y el torso desnudo, estos hombres avanzan en silencio, con la mirada baja, cargando no sólo el peso de los eslabones metálicos, sino también de sus promesas, sus culpas, sus plegarias.

A cada parada, se toman un breve respiro. El sudor resbala por sus frentes mientras ajustan las pesadas cadenas y beben un sorbo de agua. A su alrededor, cientos de personas guardan silencio, muchas con los ojos humedecidos, otras murmurando oraciones. Es imposible no estremecerse ante la intensidad del momento: cada paso es un acto de devoción, una súplica viva.

Para algunos, el andar en grilletes representa una promesa cumplida. Para otros, es una forma de agradecer o pedir por la salud de un ser querido, por el perdón, por la esperanza. Cada uno guarda en su interior la razón que lo trajo hasta aquí, pero todos caminan bajo el mismo sol ardiente, movidos por una fe que no necesita palabras.

Esta tradición, con más de 100 años de historia, ha ganado con el tiempo no sólo relevancia, sino un profundo respeto. No cualquiera se atreve a vivir esta penitencia. Se requiere convicción, resistencia física y una fortaleza espiritual que pocos poseen. Los engrillados no buscan reconocimiento: su única recompensa es el alivio interior, el encuentro íntimo con lo divino.

Así, Atlixco no sólo celebra la Semana Santa con procesiones y actos litúrgicos, sino que también revive cada año uno de los rituales más emotivos de su identidad. Los engrillados no caminan solos: avanzan con la memoria de sus antepasados, con la mirada atenta del pueblo y con el corazón en la mano. Y en cada cadena arrastrada, se escucha el eco de una fe que se niega a desaparecer.

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